Las casas al revés

Consejerías

Por Antonio Valenzuela

Mientras la empresa Jabonera del Pacífico armaba su nave industrial por la vera más cercana entre ésta y el río, ya se venía fincando, también lo que sería a la postre, el caserío de las familias que migrarían, en su momento, junto con esta empresa que venía arrastrando el lastre de los combates de la revolución.

Fue por aquellos tiempos lejanos, a principios del siglo pasado, cuando a la llegada de la gran empresa, los terrenos aledaños, entre las buenas aguas, y el ramerío verdoso de su alrededor, unas cuantas familias ya contaban con un yacimiento por el borde lamoso del río.

Hacia las lomas, por la bajada del barranco, unas pequeñas casuchas con débiles materiales, troncos y maderas, lucían en las más escasas condiciones de vida, entre   los primeros paisajes del territorio.  Algunos pinos salados ofrecían su enorme sombra que se aprovechaban como patios para su gente.

Mantenían entonces deslindes en los que sembraban algunas legumbres y criaban algunos animalitos. Era el territorio que desembocaba el final de la iniciada ciudad. A ese cuadro armonioso, entre la arcilla, de pronto, en unos días de buena aventura, un monstro aparecía de la nada en estruendosos movimientos que levantaba tanta polvareda, que el barrio antiguo del río, quedara empanizado y casi sepultado, por la llegada del gran capital…

Fincada la primera estructura y las primeras vías para el tren, llegaron en un par de furgones apretados los trabajadores que venían desde Gómez Palacio, Durango. Algunos eran señores de edad madura, la mayoría jóvenes parejas con criaturas en brazos, y hasta uno que otro puberto con el rostro carbonizado.

Los alojaron en las primeras fincas de adobe junto a unos almacenes que habían terminado unos días antes. Allí se acomodaron unos junto a otros, mientras seguían construyendo otros cuartitos y una escuelita rodante para los hijos de los obreros, que colocaron inicialmente en medio de unas palmeras debajo del tanque de agua. Todos los cuartos eran de adobe sentado y techos de muy buena madera. Los tijerales armados al estilo americano, los sobretechos de lámina galvanizada brillaban con los rayos luminosos de sol.

Comenzaba la primera jornada de un único turno, y las primeras humaredas para los almuerzos frente a las estrechas covachas se hacían presentes ante la mirada del patrón. Junto a unos comunales lavaderos estilaban cachivaches con manteca y otros recipientes con aceite comestible. Costales llenos de frijol y harina. Sobre unas barricadas, en cajas de madera, trozos de carnes y legumbres por otro lado. Así los recibió el mayordomo, con una carpeta en mano.

Pasaban la asistencia frente a los hogares, y sorteaban a cada quien, su labor. Así, durante un buen tiempo comenzaba la nueva vida de estas gentes que ya se habían aclimatado al territorio.

En total, después de una temporada, ya se encontraban el caserío de los obreros de la nueva Jabonera del Pacífico. Una junto a otra, desnudas, con la pasión del barro en diminutos galeroncillos, con un solo ventanal al frente hacia la jornada de los hombres.

Desde ese ojo comenzaba la nueva vida, la mirada del niño con trompo en mano que le chillaba a su padre. Y una madre, con las manos sumergidas en la masa, arrojaba besos hasta la llanura del algodón. Piropos y palabrerías de ánimo a quien pasara frente a las covachas. Eran los frentes de cada casa donde se acompañaba al trabajador.

Desde cada esquina con una maceta y ladrillos acomodados, surgía una armonía vecinal, y un pintoresco barrio a la falda de la empresa. Muy arrimado a los patios de maniobras.

Las humaredas se confundían entre el caserío y la refinería. Los silencios de la casa era el canto del molino y el rechinido constante del cambio de vías. Subirse al techo para ver el río fluir era maravilloso; pero mucho más placentero sería escuchar su canto. La única manera sería voltear las casas, dijo Juan Palomares en una asamblea entre los trabajadores. Así lo hicieron, las casas que tenían vista a la labor, tendrían que ser reconstruidas con vista hacia al río, a los llanos y baldíos alrededor de la comarca…

Y un bienaventurado día, los jornaleros se unieron y abrieron paso entre una casa que daba esquina, y por allí rodaron primero la escuelita. Colocaron anchas tuberías debajo de la estructura y la fueron llevando con fuerza y dificultad hacia en medio de la comarca, donde sembraron algunos eucaliptos a su alrededor, y en un baldío junto a ese cuadro reformado, el flujo del agua, y el canto del chanate de la enfiladera de los pinos salados.

Después de ese hermoso acomodo, cada familia le dio el giro que quiso a su casa. Algunos taparon la ventanilla e hicieron otra en la parte posterior, que ya sería el nuevo frente. Puertas nuevas que la empresa les otorgó, un poco más de material. Los baños seguían siendo de manera comunal, igual que los fregaderos donde se lavaba la ropa con la lejía de jabón que fluía por la tubería desde el patio de la empresa.

En otra siguiente temporada algunos vecinos construyeron pequeños corralitos y gallineros en los patios traseros, y a las orillas del barranco. Obtuvieron, también calentadores de agua, donde emocionadamente se le atizaba con leña que les llegaba de la montaña.

Ya era la nueva comunidad, el nuevo barrio llamado Jabonera, con sus llanos y baldíos, donde se jugó pelota. Donde surgieron los primeros vuelos del columpio de soga.

El río, ese mar de la felicidad donde diversos peces coloridos y cangrejos salían de la gran marea. Era la playa, el océano de entonces, los zumbidos del mosquero en el oleaje y el vaivén del tule.

La labor, atrás, era la labor. Las máquinas y los ruidos eran de la empresa y sus obreros. La vida, acá enfrente, era la vida.

Las familias que vivían antes, en el barranco, ya eran parte de la comunidad. Hicieron trueques con los nuevos pobladores. Se emplearon en la empresa la mayoría de los hombres, surgieron amistades, y compadrazgos, nuevos amoríos, y nuevos alumnos.

Una nueva aventura comenzaba, mientras sobre el lomo del caserío, ante el viento, sonaba el silbato de la refinería que anunciaba la entrada y salida de los trabajadores, que se enfilaban caminando por toda la orilla del barranco, hasta llegar a las casas volteadas del barrio…