Lo conocí en la Secundaria 18 y desde entonces fuimos amigos. Entramos a la secundaria en 1955, Pedro era un muchacho de trece años, güero, un tanto desgarbado, con los pantalones largos y la chamarra –cuando la traía– siempre más corta que los faldones de la camisa, que nunca se fajaba.
Pedro estaba en primero C (un grupo solo de hombres) y yo en primero B (el grupo mixto). Las canchas, donde practicábamos varios deportes, nos unían a todos los alumnos y así nos conocimos. Por alguna razón que desconozco nos unió desde entonces una amistad y un afecto que seguramente no termina ahora, porque si de algo he estado segura durante más de sesenta años es del afecto y la amistad de Pedro.
El Gonzalitos, como todos le decían en la secundaria –acostumbrado a las calles, porque desde chico trabajaba–, sentía obligación de protegerme, y muchos días de aquellos años de la 18 me acompañaba a mi casa, aunque él vivía en sentido contrario, por el rumbo del mercado municipal; y ni hablar de dinero para camiones para ninguno de los dos. Siempre caminando, los dos chamacos que éramos entonces sosteníamos largas pláticas de no sé qué temas, pero el silencio nunca se instaló entre nosotros. Ni entonces ni nunca cuando nos encontrábamos.
Terminamos la secundaria y en aquel Mexicali de 1958, donde no había muchas oportunidades de estudio, no sabíamos qué hacer con nuestro futuro. Un día, el 13 de septiembre de 1958, andaba yo haciendo unos encargos de mi casa y Pedro me acompañaba, cuando casualmente pasamos por la Escuela Cuauhtémoc, donde entonces funcionaba la Normal Fronteriza, y vimos a varios compañeros de la 18. Llegamos a saludarlos y nos animaron a entrar a la normal. Aceptamos y yo me inscribí, pero Pedro escogió estudiar aviación.
Se fue a Guadalajara a la escuela de aviación, pero sus ahorros y la realidad de su situación económica lo hicieron regresarse a continuar trabajando en la tapicería. Un día me comunicó que se iba a Los Ángeles, California, a trabajar en lo que sabía. Allá pasó varios años y entonces nos comunicábamos sólo por carta.
Estaba yo en la Escuela de Pedagogía, que entonces funcionaba en la recién inaugurada preparatoria Mexicali, cuando una noche, muy a su estilo, Pedro sorpresivamente se paró en la puerta de mi salón.
Consiguió trabajo en una maquiladora, pero lo corrieron por querer formar un sindicato. El nuevo trabajo supo combinarlo, ahora sí, con sus estudios en la Escuela Normal Nocturna; al fin estaba próximo a sentar cabeza. En la Escuela de Pedagogía estudió literatura y desde entonces se dedicó a actividades relacionadas con su carrera: el teatro, la poesía y las leyendas.
“El mejor declamador de México” le decía yo, porque ganó un primer lugar nacional con el poema “Grito de sal” de Horacio Enrique Nansen Bustamante. Le dieron el segundo lugar, por decir el poema tal como está escrito, usando la palabra “puta”, que los jueces querían que cambiara. Su segundo lugar no le quitó ser el mejor declamador. Y cuando declamaba “El padrenuestro latinoamericano” no había quién no se estremeciera con el poema.
Su historia de actor es conocida por todos los que lo tratamos y disfrutamos con sus personajes. Recuerdo la obra de Benedetti “Pedro y el capitán”, para mí su mejor papel. En “La casa de los muchachos” no estaba decidido a participar, porque no podría actuar en el papel de homosexual que el libreto le ordenaba. Lo animaba yo diciéndole “No tienes que moverte ni hablar como homosexual. Al fin se animó y salió, lo recuerdo con un pantalón azul y una camisa blanca de seda, ¡zapatos, pelo corto, sin barba! ¡Casi un milagro, porque siempre usaba botas! Muy varonil, pero al final tomaba a su pareja de la mano y denotaba su papel.
Otra faceta que mucho le entusiasmaba era la de contador de cuentos y leyendas. Rescató y grabó un disco de leyendas que valdría mucho la pena reproducir. Estas actividades le permitieron viajar por México, Estados Unidos y Europa
Nuestro interés por la historia y la cultura nos unió y fortaleció más la amistad. En 1979, cuando se abrió el Museo Hombre, Naturaleza y Cultura, me animó para que aceptara la comisión como guía, que él ya tenía. Siete años trabajamos juntos en el museo. Lo recuerdo con su inseparable taza de café chorreando por todos lados. Era fácil encontrarlo en las salas del museo: solo seguíamos la huella del café en el piso.
Trabajamos en PACAEP, un programa cultural para profesores de primaria, que buscaba dar otro enfoque a todas las materias. Ese programa se mantuvo casi veinte años y nosotros como instructores permanecimos allí, hasta que el gobernador Eugenio Elorduy ya no quiso pagar a los instructores los treinta pesos por hora que nos daban. Se acabó PACAEP, pero la poesía, el teatro y la historia seguían siendo el hilo conductor de nuestra amistad. ¡Cuántas veces, antes de sus eventos, me daba un recital en mi casa, para que opinara sobre su presentación!
Lo último que hicimos juntos fue el festejo de los cincuenta años de egresados de la 18 en 2008: desde la primera reunión hasta la realización de la cena-baile, junto con otros excompañeros estuvimos en la organización del festejo, en las remembranzas de aquellos tiempos con los compañeros.
Pero el tiempo pasa y el cuerpo de diferentes maneras cobra nuestro paso por la vida. Aquel hombre que por muchos años se trasladaba en su bicicleta, que cada 16 de septiembre adornada con tiras tricolores festejando por todo Mexicali, de pronto empezó a tener problemas de salud y empezaron sus visitas al doctor.
El 28 de septiembre de 2017, a los 75 años la estrella del actor, declamador, contador de leyendas, del amigo, se apagó. 75 años parece ser mucho tiempo, pero cuando se vive haciendo lo que le gusta hasta el final, 75 años es sólo un número. Y Pedro siempre hizo lo que le gustaba.
Estimado por mis hijos y mis nietos, quienes miraban en él a Santo Clos por su pelo y barba blancos, porque cuando llegaba a mi casa y miraba a los niños, saludaba con un sonoro “¡Jo, jo!”. De pequeños, en navidad algunos le entregaban sus cartas con lo que deseaban de regalo.
Hace unos días recordé que al recibir la noticia de su fin, me acompañaba mi nieta Constanza y me dijo: “¡No puedo creer que haya muerto Santo Clos!”. A sus once años, para ella no era Pedro, todavía era Santo Clos.
Yo tampoco podía creerlo, sobre todo porque tenía un encargo mío. Yo le decía que no se le ocurriera morirse antes que yo, porque quería que en mi sepelio me declamara “El padrenuestro latinoamericano”, de Benedetti. Me quedó a deber.
Él seguirá muy cerca, en mis pensamientos, cuando leo el Padre Nuestro Latinoamericano y tantos otros poemas declamados por Pedro. Tantas vivencias compartidas no pueden olvidarse por un simple ¡falleció!, porque un buen amigo es para siempre y nosotros fuimos muy buenos amigos.
Este dos de agosto, Pedro cumpliría 81 años.