Salí de mi casa, en Ensenada, sin más compañero que un paraguas. Recordé a la Tijuana de los ochenta con menos tráfico en las avenidas, con sus corrientes de agua en las avenidas, haciendo imposible cruzar de un lado a otro sin sumergir los zapatos en agua heladísima. Era normal ver las calles supurando lodo y desperdicios en las colonias de la periferia.
Muchas veces subimos mi hermano y yo la cuesta hacia la colonia Guaycura, alzando las piernas para mover un pie y luego el otro, el lodo oponiendo resistencia en la oscuridad. La lluvia era fría, caía sobre nosotros en silencio. Subíamos hambrientos, con dolorosas ganas de llegar a nuestra casa, una de las últimas de los alrededores.
No había alumbrado público, el lodazal era nuestro compañero hasta llegar a casa, luego la sopa y el baño caliente en una tina dentro de la única habitación, nunca escuché a mi hermano quejarse ni yo lo hice. La comida calentando nuestros estómagos de chiquillos de primaria era suficiente para irnos a dormir renovados, olvidando que posiblemente pasaríamos por lo mismo al siguiente día.
Eso recordé cuando salí a caminar bajo la lluvia helada en mi ciudad, azotaba un viento que doblaba mi paraguas, las luces de los semáforos iluminaban a los microbuses que aceleraban en los charcos grandes, con toda la intención de mojar a los pocos transeúntes como yo. Vi a un par de muchachos, iban en plática animada con las sudaderas empapadas, otra mujer caminaba delante de mí con su paraguas rojo, la observé correr cargando un abrigo cada vez más pesado.
Compré unos audífonos en un mercado y emprendí el regreso a casa, no muy de prisa, hacía años que no saboreaba estar afuera, a pesar del frío y el aguacero. Me di cuenta que el paisaje de la ciudad cambia con la lluvia: los semáforos son fantasmas imponentes que dictan rojo-verde-amarillo, los carros se apretujan unos contra otros como si les cayera ácido, la gente espera dentro de las tiendas con la esperanza de que el temporal cambie pronto, sus caras preocupadas consultan insistentemente un celular que no les da esperanza.
Tuve que rodear las esquinas de varias cuadras porque las alcantarillas no se daban abasto con el torrente, lagunas ocultando baches, los sonidos de la gente borrados por la caída incesante de las gotas, martillo insistente sobre los techos de las casas. Luego, ya en casa, un escurrir que se hace necesario cuando uno reposa la cabeza en una almohada, es el inicio del mundo o el fin, la limpia de todos los pecados ocultos. En el agua renacemos y hacia ella iremos cuando la puerta de nuestra habitación se cierre por última vez y no halla rendija posible para dejar salir eso que ahoga, eso que se ha vivido, amado, odiado y que bien puede llamarse agua también.