Los psicarios comulgan el cuerpo muerto, se dan la mano y cuentan las balas. Los
sacerdotes cuentan las balas, se dan la mano y en cuerpo comulgan muertos.
Hay hostias llenas de eso que estás pensando. Harina blanca tan pulcra para el
pan nuestro de cada día.
Hincados, sentados, parados, órdenes todas, con capuchas, para confesar. Así
un confesionario en ningún lugar de traiciones y santiguados.
Las mansiones de los psicarios son de vitrales y mármol. El templo, donde dios
es dinero y el humano es basura, tiene vitrales hermosos, escalones al púlpito hechos
de mármol de Carrara. El sol se avergüenza de entrar con luz a través de estas
ventanas cerradas.
Los psicarios admiran las balas, ven las armas –el dinero es un estorbo porque
tiene cola–, planean el próximo encuentro, se dan su tiempo porque se hace eterno.
Los sacerdotes de sotana, cuentan el dinero porque cola de diablo, encuentran el
próximo plan, niegan las balas y las armas, se dan su eternidad porque son efímeros, y
lo saben.
La cruz, como arma amenazante –y no como consuelo de mi abuela que iba a
misa en chanclas–, es un arma cargada y lista para horadar. Quizás no tenga parque,
pero sólo ostentarla en el púlpito ya hiere y es guerra. El arma del psicario sí dispara,
aún ante las abuelas descalzas, y no la ostentan como redención, la ponen al servicio
del poder, ese oculto tras el altar.
La peregrinación de hincados en el país, fue tomada por los sacerdotes como
una extensión de sus hígados rotos. Tantas rodillas sangrantes, no querrá decir otra
cosa, más que redención y rendición, pensaron. Los feligreses, que en realidad nunca
supieron de los negocios de dios, ni de los nombres de sus abogados, iban a duras
penas a regresar a penas duras. Ello fue el detonante de levantarse y mejor caminar.
Los psicarios anduvieron de rodillas sangrando tanto tiempo, que, en lugar de
levantarse y caminar, se fueron de rodillas a la gloria del poder.
Una lengua, una hostia; una hostia, una lengua. (Pero dejemos limosna en la
limousine). Los sacerdotes cuentan lenguas, no votos. Y cuentan cuántas bolsas de
hostias podrían aún tener en Barbados. Suiza ya no da hospicio. Y así, mientras el
papa esté vivo, acumulemos lenguas y hostias, que finalmente el reino de los cielos,
nos abrirá las puertas. Los psicarios cortan lenguas de chivatos, pobrecitos. Te
quiebras o te pones derecho. Pero aún estos, se hincan, en esta tan disputada hostia,
vaya usté a saber.
Una vez entré a misa con el dedo sangrando. Mi amá me machucó el dedo
cuando cerró la puerta del viejo carro obrero de mi apá, y aunque el dolor no es
comparable, fue así. Cállese y entre, dijo mi amá, doña Clementina. Entramos al
templo, nos sentamos, vimos gente y vestidos de alcurnia, cuellos rígidos y tacones
altivos. El dolor de mi dedo no podría persignarse. Sin embargo, la misa tuvo su curso.
En la homilía, el monaguillo campaneó tres frases: do re mi, y luego ya todo los demás:
dios te ama. Tardé tres semanas para que el cuerpo de mi uña se fuese podrida a una
catacumba, para que semanas después resucitara otra uña, nuevecita. Socórreme
Señor.
Un psicario lame la hostia; un sacerdote lame la bala: los dos cómplices de dios,
ése que prometió infierno, y lo cumplió.
La vita e bella.