Ornitorrincos/ Miedo a volar
Por Iliana Hernández/Infosavia
La travesía se alarga. Mi espalda tensa. Recuerdo, a los cinco años, cuando tomé unos pasadores de metal y los introduje a la corriente eléctrica; mis dedos centelleantes, estupor. Siempre he regresado al peligro, a quemarme totalmente.
El vuelo continúa, me asomo por la ventanilla ovalada: plantíos de nubes que alguien echó al viento y crecieron, se reprodujeron sin detenerse.
Cubren la extensión visible bajo el avión, pareciera que si caemos hay un colchón bajo nosotros. Es la estúpida esperanza del miedoso.
Imaginé muchos campos de nubes así, cuando me trasladaron a la sala de cirugía, todo era neblinoso a mi alrededor por la blancura que todo lo cubría en forma de sábanas, de tubos helados, de líquidos en mis venas, de las batas de médicos y uniformes de enfermeras.
Escuché un grito de dolor, el grito mío inundó de rojo la sala, ese silbido de voz era chispeante, brotaba de mi vientre, ese rojo le abrió paso a mi hija, también a los sembradíos de nubes que siguieron a esa historia.
Cierro sobre mis piernas un libro de José Watanabe. Hay personajes como Lázaro, el resucitado, que buscan salirse de las páginas, María Magdalena asoma los ojos hermosísimos prometiendo revelar un secreto que ya intuyo. He terminado de pasear la mirada por ese otro espacio, (invadido por todos, mancillado, descubierto e ignorado) el cielo. Me obligo a maravillarme, pienso en otras generaciones del siglo antepasado que desde la tierra contemplaron a las aves hacer piruetas sobre sus cabezas y nunca imaginaron que otros, en el futuro, se aburrirían en lo alto.
Me obligo, otra vez, a maravillarme. Tengo miedo y me prometo no volver a viajar.