Por la noche, el jardín de la casa de mi padre era un cofre que resguardaba ocho naranjos. Antes de la total oscuridad, con un poco de temor por la incertidumbre del traspatio desolado, escogía un puñado de hojas que, lavadas y pasadas en agua caliente y con un poco de miel, fueron mis primeras infusiones. Gozaba de esos placeres con la abuela. Éramos una cofradía de dos que compartía el gusto por el agua perfumada con azahares. Nuestros rostros frente al vapor nos hacían especiales, seres exquisitos en las tardes acaecidas de un temprano otoño en medio del silencio. A la luz de todo este tiempo, repito el ritual de beber infusiones. El calor de la bebida pasea por la garganta después de seducir a la nariz con su esencia. Algo se fragua en cada sorbo, un efecto de plenitud me cobija. No son los jugos de las hierbas, ni el agua en ebullición que emulsiona las flores en el corazón de la taza, es la remota compañía de la abuela, esa figura que me acoge en mi centro y me cobija. Hay algo de sus manos en las mías, hay un poco de miel cuando rememoro sus ojos, un mucho de mí que reconoce el tiempo y entiende, sin miedo, la cercanía de esa mujer con lo que soy.