El principio y el final de las cosas es la luz. Abres los ojos y ahí está, aposentada en los objetos, tiñendo de volumen el frutero, atemperando los cuerpos con su tibieza, precipitándose en el transcurrir del día que arranca y se agota en virtud de sus destellos. Sin duda la luz es el árbol, el azúcar de la manzana, la oscura amargura del café, la tersura del pelaje estriado del gato. Se acuerpa con el polvo que, gracias a ese vuelo, termina su viaje acostado en los objetos. La luz es también la no luz, es el reverso del rayo, el otro lado del camino, la ruta del escarabajo que se esconde entre las hojas o el trémulo destello del agua en la tarde, cuando en el horizonte descobija los parques y el sigilio del desierto. La luz no se agota ni se cansa, su contundencia habita los silencios más oscuros y en la certeza de la montaña, pues se guarda para otro día sin importar la extensión del viaje.