Los pies arriba, los pies abajo. El cielo y la Tierra como espectros del bamboleo. El columpio es una maquinaria simple, una palanca de primera generación, una barra larga, rígida en un punto de apoyo entre el movimiento y la resistencia. Algo simple y sagaz. Los niños y los no tanto hemos vivenciado ese vértigo, esa emoción del vaivén, el suave bamboleo del cuerpo que parece flotar y volverse una hoja al viento, una voluta que se mece así nada más. Cuando rememoro la experiencia pienso en mis diez dedos balanceándose, en las puntas de mis tenis subiendo y bajando y, como banderas sin rutina, las agujetas que van y vienen, se arrastran, se elevan como almas que remiten al grito, a la emoción sin reparo. En ese artilugio de acero y madera, el cuerpo es un péndulo que ejecuta, a intervalos irregulares, un movimiento que se asemeja al vuelo. Ahí está la esencia que habita los parques, el balancín abandonado que remite al silencio y la calma. Cuando la tarde aleja la luz y todo se vuelve negrura. Con la llegada del día, una rutina de trapecios volverá a repetirse en ese infinito que encierra la dicha.