Por Antonio Valenzuela/Infosavia
Eran las fechas de inscripción escolar cuando mi amá se levantó más temprano de lo acostumbrado. Preparó el desayuno y luego limpió el patio. Después de haber aseado la casa me levantó y mientras preparó el baño con sus jabones y cubeta con agua; buscó en los cajones de la cómoda mi acta de nacimiento y algunas fotografías para luego llevarme al Jardín donde tanto deseaba estuviera inscrito. Se trataba del jardín de niños que se encontraba cerca del barrio, entre la colonia de los burgueses, y el viejo palacio de gobierno, hoy actualmente la rectoría de la universidad de baja california.
Nos encaminamos muy temprano, antes de que las vecinas salieran a tomarse el cafecito debajo de los pinos y comunicarse lo del día. Dejamos atrás el caserío y seguimos hacia el barranco para subir por la avenida Zaragoza hasta llegar a las calles Lerdo y D, donde ya había una fila enorme para entrar a la mini institución. Ademanes y griterío por todos lados y desde lo profundo de la escuelita, sentados en un escritorio remozado, dos educadoras gritoneando y dirigiendo el vete pa´yá tú, y otros pa´cá, vengan. Una chilladera de chamacos aferrados a las piernas de sus padres, y otros de plano como changos colgados al pescuezo con la mamila en la trompa.
Mi amá, tranquila, por el momento, avanzaba sin soltarme la mano y con golpecitos de muslo me hacía avanzar también junto con ella. Un triste jardinero regaba unos cítricos que expandían su aroma a lo largo de la fila. Esa frescura viajaba esa mañana asoleada y de incesantes destellos que iluminaban el colorido de las instalaciones del lugar. Un césped verdoso y húmedo nos daba la bienvenida. Carros de lujo se estacionaban en el descolorido cordón de tránsito y señoras muy curras bajaban con sus gafas oscuras y peinados extravagantes. Ellas entraban por otra puerta y saludaban al personal con una sonrisa media chueca y falsa. Sentaban a sus hijos muy pulcros frente a un vigilante y de allí no se movían hasta no obtener una señal y se parasen.
Después de un buen rato nos tocó el turno de la asistencia, y no tardó mi madre en entregar los documentos cuando inició el cierre de las inscripciones. Mi amá enfurecida comenzó a cuestionar tal situación, y me sentó en un pupitre, mientras hacía valer mi derecho… todo fue en vano, los insultos y los señalamientos de mi amá llegaron en eco en toda la cuadra de la colonia. Después, en un espacio de ralajamiento, le tomé la mano diciéndole que me sentía mal, que quería regresar a la casa. Ella me vio a los ojos fijamente, y me puso una mano en mi cabeza y la otra golpeó ligeramente mi pecho. Sin decir palabra, le arrebató los papeles a quien había tomado durante cinco segundos, y ante la mirada de los demás, los señaló a cada uno hasta que bajasen sus miradas. Luego regresamos enardecidos hasta llegar a la tienda de abarrotes donde compró algunos básicos, y mientras pagaba me mostró el dinero diciéndome el costo de las cosas y cuanto sería el vuelto.
Cuando llegamos de nuevo a casa, me hizo contar los pasos del patio a la entrada. Luego retrocedí un par y me dijo que variaba el avance. Más tarde llenó la mesa de cosas del hogar y comenzó a enseñarme el nombre de los colores que mis ojos veían. Nombres de las cosas, y para qué servían. Me compró un cuadernillo de hojas blancas y un lápiz, me dijo que lo rayara todo hasta que me cansara. Recuerdo que sonreía al hacerlo y sentía tanto placer, que me daba un gusto mostrarlo al resto de la familia. Mi padre me veía y volteaba a ver a mi amá sin decir palabra. Mi carnal reía como loco detrás de las cortinas.
Era el año de milnovecientos setentaysiete cuando trepé al primer árbol para aprenderme el marcado de la hora de un reloj que mi apá me había regalado, sin saber la hora. Pero a mí me gustaba portarlo. Entonces sobre las horquetas me aferraba a las manecillas cuando mi abuelo salía de su covacha y a gritos nos anunciaba la hora de la comida. Y en ese momento tuve la primera relación del tiempo. Después la entrada y salida de los obreros de la refinería me las marcaba mi reloj. Era el descubrimiento mejor que me había pasado en mi corta vida. Por supuesto, la salida del sol y la huida permanente. Durante la noche, debajo de las cobijas observaba y escuchaba el sonido del avance. Así pasaron días de ese conocimiento. Luego mi amá se propuso enseñarme las vocales y el abecedario. Los primeros números que siempre están en cualquier cifra. Todo me fue divertido, y pasé un tiempo muy agradable. Se pasó el primer año de preescolar y yo en casa con mi familia. Llegó de nuevo el mes de las inscripciones y mi amá, doña Gabriela Alba, como aquel día desagradable, pero afortunado, me llevaba de nuevo rumbo a la escuela primaria, pero acortando camino por el otro lado del barranco. Íbamos caminando mientras contaba mis pasos a su lado. Llegaba hasta donde le aprendí y de nuevo regresaba.
–¡Eso es, mijo, empiece de nuevo! –así me decía sin soltarme de la mano y su mirada, siempre, al frente.
Al llegar a otra fila de espera, pasamos con profesores que arrebataban a prisa los documentos pasando a los nuevos alumnos de su primaria. Entramos a las aulas de inmediato, y mientras nos acomodábamos las mamaces y papaces, despedían con lágrimas en sus ojos a sus pequeños y lagañosos chamacos que, para entonces, ya echábamos relajo…
Cuando estuvimos dentro de un salón con aroma de aceite de tratado, y madera húmeda, una profesora de labial llamativo pronunció mi nombre en medio del recinto. Me quise esconder debajo del pupitre, pero no cupe, desde entonces ya era robusto, pero eso no importa, sino la mirada desubicada de la maestra que me buscaba entre tanta cabellera, sin encontrarme, hasta que de nuevo preguntó:
–¿Quién es Antoooonio Valenzueeeeela Aaaaalba? Y no quedó más remedio que salir de mi trinchera imaginaria, poniéndome de pie, mientras los demás piojosos me veían. Me señaló el camino hacia la puerta y me condujo hacia la dirección, donde me esperaba el director en turno con mis papeles en mano. Entré y me puse frente a él. De inmediato me preguntó por el documento de preescolar. Y yo, un poco tembloroso le respondí:
–Pregúntele a mi amá.
Luego entró mi madre, que ya había tomado rumbo a la casa, y me dijo: “no te preocupes, mijo, siéntese aquí, ahorita arreglamos esto”.
–Dígame ¿qué sucede? –así de frente le preguntó mi amá.
–Hace falta el certificado de kínder, señora, sólo falta eso, ¿lo tiene?
–No, no cursó el jardín, yo le enseñé en casa, ¿cuál es el problema?
–A ver, mijo, vaya y regrese al salón, al rato vengo por usté –dijo mi amá.
Y así, obedecí, regresé a mi pupitre, saqué mi cuaderno y me puse a pintar rayas de colores, vi el pizarrón y me imaginé un elefante, seguido entró la maestra de labios coloridos, y con voz estruendosa, dijo:
–¡A ver, niños, pongan atención, miren al frente y díganme todos su nombre, uno por uno! Así lo hicimos, luego nos mostró el salón, y nos dijo de qué se trataba el asunto, y el hecho de estar ahí. Salimos al recreo, y conocí un par de amigos. Comí dos tacos de frijol con una limonada que me había puesto mi amá en mi mochila, caminé alrededor de la escuela y regresamos, de nuevo al salón.
Mientras escuchaba a la profesora su discurso, yo seguía rayando mi cuaderno. Le molestó y puso un alto a mi inquietud. Tuve que escucharla hasta la hora de salida. Cuando llegó mi amá por mí, salí, y la abracé, me preguntó que si me había gustado la escuela; le dije que sí, pero que, durante la estancia en el salón, veía un elefante pintado en el pizarrón, y me había provocado dolor de cabeza. Me abrazó, y nos encaminamos por el barranco mientras me dijo que contara los pasos, y así olvidaría a la bestia que había visto…