Conserjerías: El Zurdo y la historia del muerto

Hace unos días murió El Muerto; sí, verdad que murió. Este muerto tenía su nombre: Jesús Torres. Ese fue su apodo desde los seis años. Desde que recuerdo siempre se le conoció así. Otros le decían Chuy Torres, a secas, aunque más a secas sería el muerto. Pero déjenme les narro un poco de dónde surge tan escalofriante apodo. 

Por la edad que cuitió, debió ser aquella tan trágica, angustiada y dolorosa historia de este chavalo, a principio de los sesenta. Cuenta su carnal el Memito, que un día de esos calurosos que azotan a esta ciudad, su padre, el zurdito Orduño (después les cuento la historia de los apellidos) los llevó de paseo a la montaña. Allí anduvieron con enjundia brincando en cuanta piedra hermosa veían en su andar. Aquel día treparon a la camioneta familiar, el Memo, el Angelito, y el tremendo Chuy, los demás carnales se quedaron en casa. Esta familia solía subir a la montaña a menudo, ya que sus abuelos formaron parte de aquel grupo de gambusinos adentrados en la Sierra de Juárez, en un lugar muy escondido, en medio de un bosque encañonado, donde fluía un hermoso y brillante arroyo que bajaba de la inmensa serranía que se perdía en lo más alto del cielo bajacaliforniano.

A ese lugar inolvidable se le conocía como el Rincón del Placer, que también de esa historia les platicaré luego. Ahora déjenme seguir con la historia del muertito. Desde luego que hacer la crónica de este suceso, no muy contado en el barrio, es un drama trágico y doliente que el padre del chamaco jamás soltó prenda de lo sucedido en los siguientes años de vida. Pero que todo vecino contaba a medias el asunto. Por eso ailes va mi versión. En el relajo de la rumorosa, el papá de estos chamacos decidió trepar a cuanto piñon se le ponía a su vista. Los carnales vacilaban mientras el Zurdo les aventaba, desde las horquetas los aromáticos piñones.

–¡Órale, Memo, ai les vá!

–¡Ángel, atrapa éste, córrele! 

Así estuvo el zurdito por buena parte del día colgado de los pinos, que en aquel entonces, como dice mi amá, estaban frondosos y verdosos; y qué decir de tan agradable aroma que se disfrutaba desde cualquier vereda y lugar vecinal. El olor de las fogatas nocturnas se mezclaba con el piñón, y en una nube filtrada por tanta nariz, se elevaba hacia el cielo revuelto de estrellas, mientras por las mañanas la tierra húmeda formaba un tercio poético que llegaba al filo de los cañones de la laguna salada. 

Pues alrededor de esta zona placentera, el pequeño Chuy, en una descuidadita que se dieron, tanto su padre que trepado en un pino se encontraba, mientras sus hermanos hondeaban piedras con sus resorteras, despistados por la felicidad en que se veían envueltos, sus ojos, en un parpadeo de aquí pa´yá, no volvieron a ver al Chuy. Su padre, como olas de mar exitadas, escuchaba murmullos allá abajo. 

–¡Apaaá, no está el Chuuuy!

–¡Le estamos gritando y no sabemos pa’ dónde se fue! 

El Zurdo, aferrado al pino, al recibir esa afirmación, dos horquetadas saltó, para después de una sarandeada interrogativa a los niños, comenzó a gritar hacia todos lados, mientras su cuerpo se movía en círculos, y sus manos abiertas al viento abanicaban temblorosas. Los hermanos también se movieron un poco y gritaban junto a su padre. Unos diez minutos pasaron como si fuesen diez horas. El Zurdo se adentró un poco al bosque, dejando a sus otros hijos dentro de su camioneta. Iba y venía después de recorrer metros alrededor. Veía a sus hijos asustados dentro del enorme carro, y regresaba de nuevo hacia la zona de rocas y arbustos. Caminaba y caminaba, sin perder toda esperanza. La tarde se pronunciaba por encima de los pinos, y el rostro espantoso advertía ante los menores la desgracia. El zurdo, sin parpadear, se dirigió a las bajas colinas arenosas que daban al otro extremo de la serranía, hacía un desierto con pequeños vallecitos que se encuentran, aún, al filo de la Rumorosa. Allí, con la espalda desecha y las piernas agotadas, se hincó y aclamó al viento por su hijo, que se lo había devorado la montaña. Con un hilo de esperanza, ya caida la noche, regresó a su camioneta y buscó ayuda en el poblado. Varios hombres lo acompañaron, y con linternas se adentraron en la zona. Pasaron horas de total angustia. El Zurdo enmudecido abrazaba a sus otros dos hijos. Los chiquillos comenzaron a desvanecerse asustados con lágrimas que bajaban en cascada por sus cachetes, se envolvieron en el cuerpo de su padre, mientras este, con una voz apenitas, los acariciaba suavemente…

La noche pasó y los hombres regresaron a sus casas, el Zurdo y sus hijos se quedaron en la carretera envueltos en el rumor del viento. Al otro día siguieron en la búsqueda, y de nuevo el Chuyito no apareció. Varios hombres más, se alistaron al rescate, y nada; no fue suficiente la intención. Así pasaron seis días, hasta que se dieron por vencidos. Los padres y familiares regresaron a su hogar, acá en la ciudad del sol, y le lloraron al niño perdido, las autoridades lo dieron por muerto. Los hombres de la montaña murmuraban que seguramente fue tragado por coyotes, o pumas del lugar. Quizás le picó una víbora o cualquier otro animal. O simplemente murió de hambre o frío de la montaña. El niño tenía sólo seis años, no había manera de sobrevivir. Toda esta pesadilla la sabía el padre, que conocía muy bien la Sierra. 

La terrible angustia y pesadilla de no saber nada de su hijo, sofocó el alma del Zurdo. No había lugar en el mundo dónde encontrar consuelo. Sólo lágrimas y lamentos. Así se llegó al séptimo día, cuando las autoridades de la ciudad, recibieron un comunicado en el que se les informaban el paradero de un menor en medio de la Sierra. Esto llegó como rumor al poblado por algunos ejidatarios de la zona alta de la montaña. Se decía que un viejo serreño traía consigo un chamaco, y que lo había encontrado a la orilla de un acantilado cerca de su rancho, al puro filo de un cañón que desemboca hacia el desierto… 

De inmediato subió el padre a la montaña con otro familiar y a rodado endemoniado subió la cuesta. Llegó al pobladito, temblando, y en medio de un gentío, se encontraba tranquilo, sonriendo y sollozando, el pequeño Chuy, con toda su vestimenta desgarrada, y sus labios agrietados, que con dificultad, pronunciaba palabra…

El Zurdo jamás supo cantar esa emoción de su corazón, le faltaban brazos y labios para envolver a su hijo y llevarlo a su cuerpo donde lo ataría quizá el resto de su vida. Desde entonces, el Chuyito Torres, fue conocido el resto de su vida como El Muerto, le hizo honor a su apodo…