Escuché hablar de los tupamaros y de Mujica por allá a finales de los años setenta. Y fue bajo una circunstancia un tanto chusca. Se las cuento en breve. Había yo desertado de la escuela por causas de muerte mayor, es decir de mi padre, y tuve que buscar trabajo y sostener a la familia. Yo tenía alrededor de 20 años y en aquellos tiempos uno tomaba cualquier chamba que diera para llevar a casa algo. En una de esas tantas, cierta ocasión se me presentó la oportunidad de trabajar de ayudante de ayudante de albañil. El trabajo consistía en algo sencillo. El tipo que me contrató, unos años mayor que yo, era un tanto extraño. Es decir, tenía un acento otro, se expresaba de lo más desinhibido acerca de cualquier cosa o tema, y tenía expresiones como “la concha e tu madre”, “que lo parió”, andá cagar”, o me llamaba refiriéndose a mí como Gardel, “che Gardel, traéme la llave”, solía decir entre otras cosas. El asunto fue que ese día estábamos instalando un inodoro, y entre plática y plática y risa y risa justo cuando hubimos terminado la faena, volteó a verme y al reírse vi que le faltaba toda la hilera de dientes superiores. El tipo era molacho y la prótesis se le había caído dentro del inodoro. Tuvimos pues que desinstalar todo para rescatar la falsa dentadura. Al terminar otra vez con el trabajo, se me ocurrió preguntarle cómo fue que había perdido sus dientes, porque pensaba que a su edad sólo con un accidente podría haber sido. Me dijo: “los perdí porque un milico hijueputa me dio un sablazo con el canto en una manifestación en Montevideo por andar de tupamaro”.
Bien, la frase, corta pero contundente, contenía palabras que con el tiempo formaron todo un universo cultural, no sólo político sino literario y musical. A través de ese loco conocí mucho de lo que es y significa ser latinoamericano, vivir bajo una dictadura, ser corrido de tu patria y compartir tu cultura propia como si repartieras pan entre amigos.
Este libro de múltiples reediciones (Mujica. Descubrimiento del cielo) al que se hace referencia, fue escrito por Miguel Ángel Campodónico fue vuelto a editar por la Universidad, me hizo recordar la anécdota y me reafirmó un sinnúmero de cosas que me parecen de suma importancia. Que para lograr algo en la vida hay que insistir y que los logros son circunstanciales y surgen luego nuevas circunstancias porque la vida cambia y el tiempo es vida, no dinero. Porque la lucha por la dignidad, el respeto y la libertad no cesan y se da en muchos planos y en todos los niveles. Y pueden ser acciones breves y mínimas o grandes y perdurables. Que lo más importante lo alcanzas con la comunidad, con la organización y sin perder de vista el objetivo, que es el beneficio de la mayoría.
Me recordó que el cinismo del poder no tiene ojos y que igual pisotea el entorno, la vida, los sueños, las lenguas, los pueblos. Se traga el agua, el aire, la sangre, y profana la tierra en aras de ganancias particulares. Que no le importa la religión, las costumbres ni la comida, que paga salarios insultantes y miserables, que apoya todas las contrarreformas, y que igual puede envenenar las intenciones y sembrar el odio y la discordia entre hermanos. Que compra todo lo vendible y que encadena la vida a una rutina miserable. Que levanta muros, hace zanjas, desertifica bosques y seca fuentes. Hace la guerra e instrumenta el racismo y la expulsión. Que sustentan una guerra velada y ellos se hacen llamar neoliberales pero que en realidad son bandas de rapiña del gran capital, y que hacen todo lo posible por ridiculizar el llamado populismo cuya raíz es el pueblo en movimiento, y que quieren hacer de la educación pública una privatización con ganancias de ignorancia y dominio.
Pero aún más importante, este libro me reconfortó porque demuestra que a todo lo anterior se le puede detener, sesgar, limitar, corregir. Que vale la pena luchar por mejores leyes y que la gente se da cuenta tarde o temprano que movilizando su indignación se puede resistir y aún más avanzar hacia una sociedad más libertaria, menos constreñida, menos genocida.
Y así lo dice: “La prisión de la sociedad de consumo es tan grave como la prisión del capital financiero. Las visiones un tanto mecanicistas que establecen que cambiando la estructura económica, la excesiva injusticia de la propiedad, se terminará por cambiar al hombre, no es tan así. Y si el hombre no cambia, no cambia nada. El valor del pensamiento, de la educación, de la cultura, me parece que también son factores determinantes. No sólo el económico. Si no hay cultura que insista y que machaque sobre la reelaboración de ciertos valores que se han perdido, no vale la pena luchar por el progreso”.
En verdad les recomiendo su lectura y no como un lema comercial, sino como algo que puede hacer pensar en que otra vida más digna es posible. Si los gobernantes y políticos que sufrimos en nuestra región y el país –y ya sabemos qué intereses tienen estos- fuesen un tercio de lo que es este gran luchador político, otra cosa sucedería con el entorno, y la situación social de la mayoría de la población mejoraría. Pero eso es algo que sólo nosotros podemos solucionar, porque bien lo dice en una de sus frases Mujica: “La vida no es sólo recibir, es dar. Por muy jodido que estés, siempre tienes algo para dar.”