Anecdotario: Ornitorrincos

I

Mi madre me llama para saber que soy real, me pregunta cómo estoy e inevitablemente mi voz es la de una telefonista de los años cincuenta, soy amable, impersonal, discreta y educada. Al no hallar resonancia en mi espíritu, mi madre se incomoda, trata de hacer corta la conversación y se despide. ¿Es su Alzheimer lo que me impide escucharla realmente? ¿Es mi demencia y horror al olvido de nosotras? No sé en qué momento la perdí en estos años de ir y venir a Tijuana. Un día me llamó a escondidas a su habitación y en la oscuridad me regaló un par de aretes de plástico pidiéndome que no le dijera a mi hermana que me había regalado algo. No eran aretes de oro como me dijo. Los apreté entre mis dedos y olvidé el asunto sin saber que era el principio del fin. Ella se estaba yendo a otro lugar más amable, ya no la perturbaría la enfermedad o enojos de mi padre, los regaños de mis abuelos a la niña que fue, la carga de cuidar cuatro hijos a los que nunca conoció a profundidad, ¿o sí? La veo zarpar en un barco entre la bruma de la madrugada, mis ojos atónitos la siguen. Se va. Huye de una vida que nunca fue lo suficientemente buena con ella. Yo lo sé y no puedo perdonármelo.

II

Ojos en la oscuridad, hay luces translúcidas de un parque del insomnio, ayer buscábamos dónde reposar los sueños no alcanzados, dónde recostar la cabeza llena de recuerdos; cuando no importaba la espera en cualquier oficina de médicos de lo inconsistente. Recuerdo una lámpara sobre mi cuerpo en la mesa de cirugía, era reluciente, como un espejo. Pude ver a los médicos hurgando en mi interior, depositar mis intestinos en una charola triste, lo más impresionante fue descubrir un rojo tan brillante que hacía cerrar mis ojos. Dormir fue la respuesta. Adormecerme con los grillos apostando por nosotros, abrazar su monótona alerta de medianoche, la oscuridad que de sus alas viene. Su apuesta por nosotros, saber que han perdido me regresa al insomnio.