Myanmar es un paisaje de pagodas doradas, una caravana de cerros que desfilan al Himalaya. Cúpulas de piedra sobresalen de la llanura boscosa. El ocre del suelo, osado, anticipa los contrastes. Como dos brazos abiertos, una luna creciente en la punta de esos monumentos, se eleva sobre las arboledas. Todo es sublime en Birmania. Pese a que la abundancia habita el corazón de esa tierra, la esperanza de refugiados y migrantes se dilapida en busca de una roca.
Un arrebato de estómago vacío arrimó a Zuì chángyòng a las minas de jade. Su vida se escurría mientras sobaba trozos de tierra reseca que una pala mecánica volcaba. Frente a esa cascada, cientos de almas se disputan el barro en busca del brillo de un sueño que arrebatará su hambre antigua. En esa escena de seres abatidos sobre el cascajo, el panorama es un recuadro de brutal desesperanza.
A su llegada a Miyanmar, Zuì pensó en una guirnalda. En una fiesta colorida, en faldones y mujeres sonrientes, en surcos de arroz. Disfrutaba cruzar el tramo que lo conducía a la mina. Con los años, se volvió una selva horadada, un páramo poroso, ceniciento, una tumba.
Por las mañanas serpenteaba laderas cuando el sol era apenas un trazo amarillo. Desde lo más alto miraba el caserío. Le recordaba a su viejo edredón, el mapa de retazos que lo cobija por noche.
Al final de cada jornada, a solas, miraba un trozo de piedra. Escrutaba sus destellos diamantinos. No pensaba intercambiarlo. Tampoco pesarlo. Valía más en sus manos sucias. Cuando lo frotaba, el recuerdo de su abuela aparecía: la luz del fogón, su mirada frente a la tasa de té, la historia del conejo de jade, la leyenda del dragón. Esa gema era su trozo de eternidad. En la piel de esa mujer, por la ranura de sus ojos, surcaba un mapa infinito de tiempo. Esa sonrisa, el caldo hirviente, el tejido luminoso de su trenza y su abrazo, eran el tesoro, la verdadera joya que lo recobraba para el descanso. Noche a noche, al frotar la piedra, el dolor de piernas y espalda eran menos importantes que la voz que remataba sus historias con suspiros.
Al despertar, con el trozo verduzco en su mano, se incorporaba sin soltarlo. Con el estómago vacío y un pedazo de pan en el bolso, remontaba su camino. Una multitud en vilo le acompañaba. No se aprendía sus nombres, sólo los rostros. Sabía de memoria el peso de los cuerpos, el ansia, la dureza de su cutis, que al final de cada jornada, vestía una noche de polvo mortecino.
Era tiempo de monzón. Una noche, los golpes de la lluvia empezaron con furia. El traqueteo sobre el techo no se detuvo. Nada pudo evitar que todo flotara sobre el piso de su choza laminada. Una procesión de ropa y objetos nadaba alrededor de la cama. La mesilla, apunto de flotar, se balanceaba junto a su taza, los cubiertos y el salero.
Una estría de luz sobre sus párpados lo reanimó. Era otro día. Sin duda, más pesado que siempre, buscó el trayecto a la mina. El cerro se desahogaba por canales lodosos. En esa corriente, mientras todo viajaba suspendido. Su mano apretaba la roca. Hacerlo lo anclaba a una inercia inexplicable.
La lluvia bajo el semblante gris del cielo, arreció sin cautela.
Sin mirar atrás, mantuvo su paso. Escuchó los truenos, el aguacero. Un gigante maltrecho, oscuro y ciego, lo llevó a un sofoco del que nunca regresó.
En un aluvión, en medio del paraje, destellaba solitario un trozo de jade imperial del tamaño de una nuez.