Conserjerías: Cigarro ahogado

A principio de los ochenta del siglo pasado, de nuevo otra desgracia azotó al barrio: Tres jóvenes perdieron la vida frente a la mirada de sus amigos. Fue una tarde fresca, y silenciosa. Recién la primavera pasaba y había dejado un tapiz de hojarasca en los alrededores de la colonia. El sol se anunciaba radiante la mayoría de los días. Por la tarde, un fresco que bajaba ligero de la montaña caía de forma agradable sobre la ciudad. Algunos vecinos salían a charlar frente a los patios de sus casas, mientras algunos obreros se reunían a la orilla del barranco y tomaban cerveza hasta caer la noche.

Ya luego se iban tambaleando a sus covachas donde los esperaban sus señoras con el comal en mano. Eran días donde el barrio lucía pintoresco y la gente se comunicaba plenamente. El chiquillero jugaba en los baldíos y los alrededores durante el día. Cuando la noche llegaba, y todo mundo cenaba, los patios traseros eran el sitio perfecto para ver las estrellas mientras fluían historias y anécdotas. Ahí, en una de esas noches varios adolescentes organizaron una expedición por las ruinas de la empresa que se encontraba en la parte posterior de la colonia.

            Al día siguiente, salieron varios jóvenes desde muy temprano y comenzaron su andanza por el viejo camino del barranco. Los hermanos Nuñez, Roberto y Raymundo, iban al frente del grupo, luego venían los vecinos Jesús, alias el Bird, y Carlitos, el Chira García. Un poco más tarde, otros dieron alcance al grupo más adentrados a las ruinas.

Todos traían pantaloncillos cortos de mezclilla y playeras coloridas. Calzado sucio y roto la mayoría;  caminaban y  se arrastraban por la arcilla y humedales que de pronto brincaban, mientras tarareaban canciones y melodías gringas. Siguieron avanzando hacia la refinería. Allí, subieron al edificio de ladrillo y, desde lo más alto, lanzaban gritos y saludaban a los lejos a los vecinos que caminaban por la calle.

La mañana transcurría y los andantes siguieron hacia el otro extremo donde se encontraba la vieja semillera. Abrieron un gran portón de metal y caminaron entre un buen puñado de escombro y trozos de madera astillada. Husmearon un poco y palabrearon cosas divertidas y chuscas. Había empujones y risotadas en medio del gran almacén. Siguieron hasta salir por un pequeño orificio lleno de telarañas e insectos. Tomaron la ruta de la vía férrea donde entraban y salían los furgones repletos de algodón de la empresa que estaba en su apogeo. Llegado el medio día, toparon con el bordo donde se encontraba la pileta donde la empresa solía almacenar agua para sus operaciones.

Treparon por una loma verdosa y llegaron hacia el barandal de protección, que ya lucía con gran daño y oxidación. Un par de palmeras anunciaban un leve vientecillo y un olor hediondo llegó a las narices de los pubertos, que ya sentían un poco de cansancio, y decidieron quedarse ahí por un momento. Sacaron algunos cigarrillos y empezaron a echar humo mientras se tomaban algunas fotografías. Raymundo, el menor de los Nuñez, prendió el último cigarro de la cajetilla que traía aplastada dentro de un bolcillo.

La flama del cerillo encendió tanto que alcanzó a quemar una de sus pestañas. Se distrajo mientras manoteó su leve quemadura, y el cigarro cayó de sus manos y comenzó a rodar por el concreto cenizo de la pileta. Rodó tan rápido que no logró recuperarlo, aún, haciendo un esfuerzo con uno de sus brazos. Fijó su mirada en el agua lamosa del estanque, y de nuevo insistió agarrar el cigarro; pero fue inútil, el humeante cigarrillo rodó hasta caer al agua, seguido del cuerpo del chamaco que no pudo evitar caer.

El agua era espesa y sucia. Tenía bastante lama y deshechos de tanto tiempo. Estaba fría y muy contaminada.  La primera sensación del pequeño al caer fue esa, que de inmediato el agua cegó sus ojos. Comenzó a hundirse lentamente. Arriba no se daban cuenta del problema de Raymundo. Seguían tomando fotografías, incluso, se carcajeaban por la caída de este. Lo señalaban con sus dedos y de nuevo risas.

El agua comenzó a moverse en pequeños oleajes que llegaban a pintar parte del cementado hacia arriba, pero estos, no imaginaban lo acontecido. Raymundo provocaba esas olas con su desesperado manoteo y pataleo; pero no lograba subir a la superficie. Pasaron instantes y la situación cambió: Roberto, su hermano, de pronto vio las manos de su carnal, que apenas salían y gritó desesperado:

–¡Ey, se está ahogando, no sabe nadar!

Enseguida se lanzó al agua sin pensar nada, pero este tampoco sabía nadar. Los demás calmaron su alboroto y aventaron sus ropas y se echaron de varios clavados. De pronto parecía que tenían la situación controlada, pero eran dos tratando de ayudar y dos desesperados con poco aire en sus barrigas. Mientras tanto desde el barandal, Carlitos, que era quien traía la cámara para fotografiar, siguió haciendo otras tomas, para luego salir corriendo hacia el barrio en busca de ayuda. Todo de un momento eran gritos y lamentaciones. Varios obreros que se encontraban en casa corrieron hacia el lugar, mientras otros llamaban a protección civil, y otros llamados de emergencia.

Otros jóvenes que llegaron al lugar se lanzaron y buscaron hasta el fondo donde tres de los cuatro, ya habían desparecido de la escena. El agua era tan espesa que no había visibilidad. Sólo a tientas buscaban alguno de los amigos; pero era en vano, todo era manoteos y rasguños entre sí, que lo único que conseguían, era dañarse entre ellos mismos…

En su desesperación los hermanos se aferraron a sus compañeros que lograron hundirlos junto con ellos. Se sumergían y salían a la superficie a tomar aire, y los minutos transcurrían en medio de una vociferación que se escuchaba hasta el barrio vecino, donde venía caminando muy alegre el joven Oscar Soriano, por haber recibido un diploma de una competencia de atletismo amateur, cuando frente a él, acontecía la gran tragedia. Este de inmediato emparejó su rostro y brincando se arrojó al agua. Minutos antes por el otro extremo, lo había hecho el Maurillo Sandoval, quien logró encontrar a uno de los hermanos, pero en el trayecto hacia la superficie, este con sus brazos rodeó su cuello y hombros, logrando vencer su fuerza, para que en cuestión de instantes, se fueron los dos al fondo.

Más tarde llegó el rescate profesional con algunos buzos y equipos especiales; sacaron del agua hedionda y verdosa a tres cuerpos irreconocibles: todos presentaban golpes y heridas por todo el cuerpo. Escamas adheridas a la piel, e hinchados sobre todo de sus rostros. Había pasado un poco más de una hora desde el hundimiento del primer joven. Decenas de vecinos, entre ellos, la mayoría adolecentes, lamentaban muy dolorosa la tragedia. Eran lágrimas y gritos incontenibles alrededor de la pileta.

Al fondo, entre fierros retorcidos y edificios escuetos, se anunciaba una tarde nublada y de viento frío. Cuando el sol se perdía entre nubes negras, la gente del barrio se encaminaba hacia sus hogares. Los padres de los jóvenes ahogados aun no sabían de lo sucedido. Minutos después, varios señores fueron a sus casas, y no había pedacito de cielo en el que no se escuchara el llanto y el grito más doloroso de la vida.

Más tarde, cuando cayó la noche, y el viento zumbaba en la arboleda, los jóvenes valientes que arriesgaron su vida por sus amigos de la infancia, sollozaban mientras lamentaban y buscaban consuelo de lo vivido. Atrás, en la vieja refinería, muy en lo profundo del abandono, una silueta se divisaba contemplando el agua de la pileta, mientras una de sus manos, sostenía un cigarrillo, que se había apagado con una ligera llovizna, que de pronto se había precipitado.