Ornitorrincos: Sangangüey

Por más que uno cavile sobre lo que va a escribir,
siempre quedará el vértigo de quien se asoma
a una oscura profundidad inalcanzable.

Gabriel Pacheco, poeta wixárika

I

Las manos de mi abuelo no saben abrazar a sus hijos o nietos, saben estar pegadas a sus costados o decir adiós, saben agarrar una cerveza o un jarro de café. Han sabido construir bardas y armar castillos para casas de otros. En las noches arden de dolor en cada coyuntura, como agujas que buscan su carne y no lo dejan dormir. Sus manos buscan a tientas aspirinas para calmarse y poder agarrar la pala en la mañana que vendrá. Mi abuelo Secundino desconoce que sus manos conversan con los otros hombres. Cuando él calla, ellas platican frente a la fogata sobre cercas, corrales, colados, cimentaciones, amarres y la delicada piel de una mujer a la que rasparon el pecho. Sus manos sabrán de su último día en el rancho mucho antes que él se dé cuenta, ellas irán por delante y no se opondrán a la caída del viejo, sabrán que es su hora.

II

Una tarde sofocada de diciembre llegamos mi hermana y yo a Tepic, pronto reconocí el cerro de mi madre, el Sangangüey, fue el primero que nos recibió. Luego una parvada de zanates, cientos de ellos sobre nuestras cabezas. Nos hospedamos en un hotel del centro, casi a un lado de la Catedral Metropolitana. Las campanas apurando a misa fueron nuestro despertador a las siete de la mañana. Salimos con buen ánimo a buscar birria al mercado municipal. No podía dejar de pensar en nuestro padre y las veces que él habría recorrido esos pasillos para llegar a comprar su plato de menudo y las verduras que su mamá le encargaba. Después fuimos a la casa de Amado Nervo, un repositorio frío de imágenes del poeta, ya nada de su jardín ni su esencia. Bajo un tabachín comimos enormes y rosadas guayabas con chile; caí en cuenta que ese día se cumplían del fallecimiento de mi papá. Nos rondaba su presencia.

Lo vi cruzar la calle en su bicicleta, un adolescente vivaracho, seguro iba al billar, luego llegaría a su casa, cerca de la estación del tren, se acercaría a su madre para ayudarla a llegar a la cocina en la silla de ruedas y cenarían pan dulce con un gran vaso de leche. Unas horas en Tepic me bastaron para percibir lo que vibra de nuestras vidas en un lugar, para siempre. Bajo los mismos árboles que yo vi en ese momento, mi padre habría recorrido a pie las calles hacia los puestos de fruta, de periódicos, reconociendo su historia y lo amado.

Yo me traje los pájaros negros sobre mi cabeza para atarlos uno por uno, ordenar su senda, para saber que desandaré los pasos para repetirlos en secuencias volátiles, imperceptibles al tiempo, mi espíritu inextinguible en donde quiera que he estado.