Crecí en un hogar en el que el vino era algo cotidiano. Lo probé siendo muy joven y me acostumbré a su astringencia. Tomar y disfrutar ese líquido no es tan simple como se cree. Siempre he dicho que es una bebida temperamental: no produce el mismo efecto todo el tiempo. He sentido su acidez o su esencia frutal en una misma botella, alegría y depresión de un trago a otro. Para los sommeliers beber vino implica el juego de muchos elementos, pero el juego verdadero es la compañía y la circunstancia para que el elíxir de la uva te transporte al mejor lugar. Ese jugo atraviesa tu garganta y, cuando menos lo esperas, un brillo suave se acomoda en tu mirada y una fraternidad sospechosa se escancia en tu espíritu. Hay un lado glamoroso, del que no soy partícipe, en beber vino. Los sombreros y los vestidos floreados, los puros y los quesos fuertes, el pan y las olivas forman parte de un ritual que no comparto. Cosechar los frutos hasta introducirlos en una botella implican más cosas que la algarabía; tras de la vendimia, el trago, las gotas derramadas y los descorches, hay unas manos que cuidadosamente desprendieron los racimos, eludieron las espinas, limpiaron su frente de sudor, sacudieron el polvo de sus botas y calzaron sin atisbo de elegancia, sombreros que le cubrieran la frente del sol. Si te gusta el vino, cuando levantes tu copa piensa también en el rocío que peina su hollejo, en el aire y la luz que les dio la madurez y en la bella circunstancia que acarrea ese viaje hacia tu garganta. ¡Salud!