De en seres/ Pinal de Amoles
Por Rosa Espinoza
El bosque no está oculto, se desvela poco a poco. Verde y oscuro, ofrece desde el camino un comienzo. Noche y día muestran el trayecto: túneles de frondas anticipan el canto de los abetos, cierran y abren el cielo, esconden las nubes, esas promesas tímidas de lluvia fiesta y el azul que peina las cabezas y se le imagina mudo, impávido, testigo de las millas que soban los neumáticos. En su negrura, tragan los pasos de la ruta.
La trayectoria apabulla, la belleza es tal, que ciega, niega la sorpresa que tendrás ante tus ojos. Al desperezar las callejuelas con el ruido del motor, miras la techumbre lamer la humedad y los vapores. Es una grata bienvenida, un saludo celebratorio de pan y leche bronca. Callejuelas de edad indefinida, visten colores reservados que sólo piensas para las flores o la fruta en las canastas, algarabía de aromas que no reservan su miel a las moscas, sino a la tarde callada de pinares que despojan su cresta para sobar la bruma que, tras las horas, peina la arboleda y desciende para rosar la tierra. Ahí comulgan el humo que escupe el caserío con la pasividad.
No hay día ni noche, sólo montañas, serranía que abraza en su ternura el corazón callado de la gente. Hasta el mercado es discreto. Hileras de puestos ofrecen mercancía que abate los oficios, la comida del día, los sabores que se pintan sobre la mesa y el remedio. Con esa misma discreción, se guardan al filo de la tarde los tendidos, cuando la leña despoja su aroma para la acogida y recorre con su paso lento, los caminos empedrados que resguardan el beso enamorado, la borrachera incauta del hombre solo, la sonrisa de los niños.
Una ternura descomunal habita en este pueblo con promesa de bosque bien cumplida, testimonio de espera. Sabe de su historia sin atragantarse en su vanidad.