Hay cucharas de madera que tienes y ases. Das la vuelta al huevo revuelto del día, bien. Ya sabemos que juiste a comprarlo y a compararlo al mercado de tu Excelencia. De dónde y porqué llegaron a tu silencioso inopinado hogar, sólo el producto lo sabe. Está él y la sartén, símil del comal, pero el detalle es que no te gusta: chingao, lo que he comprao, no es lo que he deseao. Freejol.
Un comal de barro no es para tenerlo en casa, dijo el chef, símil de jefe nepotista, con su cuchillo blandiendo su ancestral reinado, e histérico, ordenó, sin orden, una nueva solución a la cocción. Los que llevaban a rumbo a los ajos del desprecio, todos eran encebollados con chile.
En la cocción del guisado del país, para que todo mundo tenga esa sabrosura que es deleite de comunidad, como tamal abierto y caliente, el chef se agarra las entrañas y o deja de ser. Los imperios tienen sus cocciones, esas que chupan petróleo, se llevan los litios, agarran la aguas, se chupan la sangre. Esos chefes hacen un caldito de muchas ganancias: luego vienen las hierbas de los magistrados, los legalismos del fuego de abogados, las cebollitas de los candidatos: datos que nunca sabremos.
Una cuchara de metal fue hecha en altos hornos. Obreros quemándose el alma y las cejas. No sabemos si les pagan bien o nomás se hacen mensos en el sindicato. Lo que sí sabemos, es que esa cucharita pone el azúcar en la taza de café. El azúcar, no sabemos cuántos campesinos se agacharon para azucararnos, y tampoco sabemos si el café, que tanto deleite nos da, da deleite al cafetalero.
El obrero metalúrgico, el campesino del cañaveral, y la campesina del cafetal, están en la mañana cada vez que abres los ojos.
La madera es otra cosa.