Mujeres

Ornitorrincos
Por Iliana HernándezI
A las nueve y media repicaron todas las campanas en columna, nosotras todavía con
la suave tela del sueño sobre la frente, escuchamos su sagrado sonido en
silencio. Sin movernos vimos el oleaje del repicar ir y venir sobre terrazas y
ventanas, también alzó los corazones de los panes dulces; inflamados fueron
llevados al horno para purificarse. Luego abrieron su dulzor a nuestras bocas,
al café que tenía varias horas de reposo meditativo.


IIMujeres inexistentes de mi vida; una abuela transparente que muy lejos, ha decidido
cerrar todas las puertas de sus ojos, ha dicho para sus adentros que nada
necesita, la rigidez se la ha impuesto ella, es un muro, una roca herida por
dentro, un árbol leñoso con una savia desconocida, no la veré partir de este
mundo. Está sola.


IIIMi madre río surca mis días, los pierde. Ella desmenuza el pan antes de llevarlo a
la boca, escucha a los Beatles y se levanta a bailar alrededor del comedor con
amplia sonrisa. Hay una adolescente que todo el día le murmura al oído que esa situación
es insostenible, deben escaparse de esa casa vieja, hay tanto por ver y amar
afuera: muchachos rollizos a quienes abrazar, con quien bailar algo de los
Rolling Stones. Mi madre es prisionera de esa muchacha que le sostiene el deseo
del cuerpo, le da un par de bofetadas cuando la vieja recuerda que tiene 75, la
joven le jura que son sólo 25.


IVYo, a las doce del día recitaba el Ángelus. Dejaba por unos minutos lo que
estuviera haciendo, era la consigna de las madres superioras en una
congregación religiosa en la colonia Alemán de Tijuana. Llevaba el cabello
cortísimo y un uniforme azul marino, era una postulante a la vida religiosa. El
convento era enorme, frío y oscuro. Me dolían las muñecas y las rodillas.
Siempre tenía la espalda adolorida por la sombra de mis dudas. ¿Era para mí esa
vida? La respuesta me la fui dando poco a poco, sentada en un balde en la
azotea bajo unos débiles rayos de sol que en esos años de vivir profundo y con la
rabia de mi propia adolescencia, recibí siempre como un milagro sobre mi
espalda helada.