Apagón de luz

Cuando era niño, allá por la década de los setenta, la comunidad donde vivía carecía de ciertos servicios públicos: alumbrado, suficiente agua potable, drenaje, pavimento, postería y cableado eléctrico. Aún, así, la gente se las arreglaba para vivir lo mejor posible, sin dejar de mencionar el diseño de la vivienda del viejo barrio, y las condiciones de cada habitación. 

A pesar de las carencias o limitaciones, la clase obrera de esa pequeña comarca, de sólo sesenta casas, era muy unida y solidaria. Solían tener buena comunicación y acompañarse en momentos difíciles, y en algunas situaciones críticas, la familia completa se solidarizaba.

Tal era el caso de los apagones del suministro de energía eléctrica, cuando el verano llegaba y la pequeña subestación no abastecía lo suficiente, o sufría algún daño en su estructura; la cual estaba formada por un tablero de madera, sostenido con un barrotaje y tablón de buena anchura, que desde el año de su instalación, todavía se sostenía en pie, gracias a los trabajadores que a menudo la restauraban…

Recuerdo una de tantas tormentas de aquellos años, cuando la lluvia comenzaba a presentarse, de momento, de manera ligera. Era, de pronto, una bella melodía sobre los techos de madera. Las frágiles estructuras aguantaban según el aguacero. Los techos formaban el clásico dos aguas; la mayoría de lámina, y otros de madera con cartón arenado. 

Aquella fue una noche azulnegra y nubes espesas que flotaban por encima de la ciudad. A las afueras del barrio se escuchaban algunas sirenas de emergencia. El aguacero comenzó mientras el  zumbido del viento se colaba a través del barranco. Los árboles se estremecían y dibujaban figuras bajo los relámpagos de la tormenta. De pronto, el famoso apagón. Todo mundo quieto, por un par de segundos. La refinería, que se encontraba a espaldas de las casas, sentenció su labor, y los obreros con herramienta en mano dejaron de laborar y corrieron a sus hogares. 

La lluvia era tan intensa que se les dificultaba caminar por las cotidianas veredas. Alrededor de la manzana, el flujo del agua formaba pequeños riachuelos que los jornaleros del turno brincaban con dificultad. Dentro de las viviendas las mujeres comenzaban a sacar, con baldes y cachivaches, el agua que entraba por debajo de las puertas, y por las hendiduras de los techos. La calle estaba completamente oscura; sólo se miraban figuras y se escuchaba vociferío en medio del desastre. 

Los accesos al barrio se inundaron. El aguacero seguía y dejaba sin posibilidad de quién pudiera entrar o salir. Todo afuera era igual. Dentro de los aposentos comenzaba el encendido de lámparas y el olor a petróleo viajaba de patio en patio. Comales calientitos con guisos y tortillas para la cena. Un poco de té para los abuelos, mientras los obreros, frente a sus patios, esperaban que el agua amainara para ir a la planta de energía y ver qué daño había causado la tormenta. El chamaquero con cobija en mano apartaba un lugar en el techo donde pasar la noche. Mientras la melodía del agua cayendo dentro de tinajas se escuchaba por doquier. 

Así, pasaba la noche, y el agua con mejor armonía fluía en otro tono. Las nubes se alejaban y los estruendos hacia la zona poniente descargaba otra situación, para otras comunidades. Acá, los obreros sacaban a bocanadas el lodo alrededor de la planta eléctrica. Se acercaron varios vecinos con impermeables y botas de cuero; treparon a la estructura y, en medio de la nube aromática de café de las covachas, arreglaron el desperfecto que la tormenta había provocado y mientras, apenitas, algunos destellos del sol salían y, cantando, todos regresaban a sus iluminados hogares, donde mujeres y niños platicaban cositas y, murmurando se quedaban dormidos…