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Ornitorrincos/A viones en las venas

 

Ornitorrincos/A viones en las venas

Por Iliana Hernández/Infosavia

Hace un calor espantoso. Ya estoy acostumbrada a los goterones de maquillaje que van a dar al cuello blanco de mi blusa. El uniforme húmedo en mi cuerpo, trato de hacer algo con el cabello, todo se va de su lugar por culpa del sudor. Me tomo a las carreras un café frío, las medias suben por mis piernas, a tropezones prendo la televisión, como siempre, para tener algo de conversación ajena o ruido en la habitación.

En cámara lenta, un avión explota contra un edificio neoyorkino, comienzo a sudar más, tengo que llevar a Mariana con su abuela; luego correr a la oficina y disimular que llego tarde. Mi jefe trata de no enterarse de que no estoy a tiempo. No me alcanzan las horas para trabajar y estar enferma siempre. Pero la cámara acelerada en televisión, pero el café negro que me provoca el sudor que mana incansable de mi frente y axilas sucede fuera del tiempo. Sucede fuera de mi tiempo. Sucede fuera del tiempo y realidad de todos los que vemos la imagen.

El avión estrellándose a todas las velocidades posibles según la televisora sintonizada, todos los canales de este mundo hiper comunicado transmiten esa danza grotesca e inaudita del avión descolocado, despavorido contra el edificio, lo veo, tú lo ves ahorita, seguirá estrellándose por toda la eternidad en el edificio de nuestra memoria.

Dejo a Mariana en el jardín lleno de gardenias, la pequeña figura de su abue corre a abrazarla, tienen una complicidad que me es ajena. Me subo al carro de nuevo o a una nube porque no puedo pensar, sentir, ver bien, todo es borroso. Me pregunto en esos minutos porqué voy a trabajar si no habrá nada en mucho tiempo, trabajo para la única aerolínea de este pequeño pueblo; aparte de soledades en el aeropuerto y cardones, no habrá pasajeros con ánimos de alcanzar ninguna altura ni gobierno que autorice salidas después del humo, de esta confusión aterradora. 

Nos preguntamos todo el día qué seguía. Hice quien sabe cuántas jarras de café, era el punto de reunión de los adinerados y políticos del pueblo. Nadie dijo gran cosa, estar en esa pequeña oficina de la única aerolínea, creo, les da cierta paz a todos, como si en esos sillones pudieran estar mejor protegidos, a bordo de algo que nos está soltando poco a poco a todos. La certidumbre de una estúpida seguridad, la creencia de que existía un país blindado, poderoso y que, por estar cerca de él, nuestra vida también estaba protegida. ¡Cuánta inocencia!

Perdemos esa virtud y se puede decir que, desnudos, a mitad de la calle, comprendemos que la vida es más endeble y desechable de lo imaginado.

Pocos días después, se comenzaron a escuchar rumores de quiebra de esta compañía que nos da trabajo. Yo estoy enferma de nuevo: temperatura, tos, cansancio. Los aviones chocan y destruyen mi cuerpo, entran por mis venas y sus gases venenosos me dejan en cama, llorosa en tierra.

Le llamo a mi jefe y le digo que renuncio. 

No regreso a la oficina por mis libros de Kundera. 

Sigo cayendo, derrumbándome, oscura y sin fuerzas. Sin empleo ni alas, me doy cuenta de que estoy embarazada, una orquídea en mi vientre extiende sus pétalos. Entiendo que es momento de poner piedra sobre piedra, regresar de mi muerte, acorralar a la vida que despega, esa que está en lo alto y me parece tan lejana.