Tendría yo unos cinco o seis años cuando supe de la distinción del color de mi piel. Mi padre era originario de Sicilia, ojos azules, blanco. Mi madre era originaria de la huasteca potosina, morena, ojos cafés, chaparrita. Mi hermano mayor salió al padre, igual que él. Yo salí a la madre, igual a ella. Nunca sentí discriminación en casa, todos éramos tratados igual. En una ocasión mi padre nos llevó a un evento deportivo, y ahí se encontró a un compañero de trabajo. Y después de saludarlo, le preguntó que, si éramos sus hijos, él dijo que sí, con orgullo, y su compañero medio burlón le dijo, pero esté es adoptado, ¿verdad?, señalándome con el dedo. Quizás no se habría quedado grabado en la memoria, pero la indignación y coraje de mi padre me lo marcó para siempre.
Muchos años después, yo a mi vez tuve una hija, y ella salió al abuelo: rubia, blanca, ojos azules. Ya tenía otras dos hijas, morenas, ojos cafés, como la abuela, todas hermosas. Cuestiones de la genética. En una ocasión quise cruzar la frontera a Estados Unidos, y haciendo fila para obtener un permiso, llevaba a mi hija en brazos que se iba tomando un jugo. Cuando estaba a punto de ser atendido, le quité el jugo a mi hija y lo tiré en la basura. Ella reaccionó igual que reaccionan todas las niñas del mundo, pataleó y se echó a llorar. Al llegar al mostrador la agente de migración, afroamericana por cierto, me miró a mí, moreno, y luego miró a mi hija, rubia, e inmediatamente le habló a un agente para pasarme a segunda revisión. Luego se llevaron a mi hija por un lado y a mí, por otro. Después del interrogatorio y el muestreo de papeles, se aclaró el asunto. Esta demás decir que ya no quise cruzar y nos regresamos a Mexicali.
Cuento este par de anécdotas no por protagonismo, sino porque en ello está inherente un racismo manifiesto, que parece que se oculta pero que es latente. En este país muchos niegan que exista la exclusión, la discriminación, el racismo, que todos somos, como el mito lo dice, mestizos, pero en realidad somos una nación compuesta por multietnias, multicultural, diverso y plural. Con costumbres diferentes que por ello nos une, y por ello nos separa. Y la discriminación, aunque sea privada influye en la vida pública. Si se es “blanco” es probable que no se sufra ésta –aunque hay sus excepciones-, pero si se es moreno “claro” o más “oscuro”, si se es de origen oriental o afromexicano, o migrante, o mujer o anciano, seguramente estará en el bando de los excluidos. Y es que el racismo, aunque se manifieste abiertamente o sea una broma escolar, conlleva el mismo daño, sicológico y social, económico, cultural y político. Así, un cadenero en un antro le niega la entrada a alguien por su color o por cómo se viste. Un guardia de banco o centro comercial sospecha o sigue de cerca a quien según su criterio pueda robar. Un agente de la policía puede que reaccione más violento con un moreno o de rasgos indígenas o por cómo hable. Una señora puede que al ver pasar a una persona con ropas humildes corra a cerrar sus puertas.
Es decir, no hay razas, somos un solo ser humano, sin embargo, sí hay racismo. Alguna vez un funcionario público debatía que para que los indígenas recibieran apoyos sociales, deberían de pasar una prueba de adn para así verificar que no estaban engañando al presupuesto. Y lo mismo sucede con la publicidad en televisión, revistas, cine, espectaculares comerciales: la exclusión del más “oscurito” o de rasgos diferentes es manifiesta, como si viviésemos en un país de blancos y europeos. Así también si se es “gordo” o de preferencia sexual diferente, si se es físicamente débil, o si se es mujer.
Admitamos que todos hemos actuado excluyendo y que su vez hemos sido excluidos. Sólo eso abrirá, quizás, un camino a la verdadera igualdad.
Recomiendo leer el libro de Federico Navarrete, México racista. Una denuncia. México: Randon House, Penguin (2016).