Ornitorrincos: Una cebolla

Después de días con pocas horas para ir al banco, besar, abrazar a las hijas, dar clases, bañarme con agua fría, tomar café helado, a veces guardo un par de horas para recorrer la playa de Ensenada. Se me hunden los tenis en la arena, camino con dificultad.
Trato de imaginar a otras que han escrito en su mente mientras dan de tumbos en las dunas, amando el oleaje revuelto que viene a morir a la orilla, estirando su lengua sucia en la arena oscura. Las olas.
Al pintor Joaquín Sorolla no le hubiera gustado esta bruma que oscurece el horizonte en mi playa. Su obra nunca hubiera nacido porque su pincel trazaba con luz. El único destello que va y viene es uno que alguna vez fue morado: una cebolla.
Me sale al paso, hinchada de arena y sal, cebolla proveniente del almuerzo en una isla donde no se le llama cebolla sino corazón de llanto.
Sus escamas estarían completas de no ser porque cuando el mar la llama, va y recorre profundidad al lado de mantarrayas que la ignoran, alguna cabrilla le habrá arrancado brizna de carne, pero no más. Su completa epidermis repulsa a lo marino y regresa, regresa a la orilla por las tardes, va en voltereta entre basura de la ciudad, se da cuenta que su tiempo se termina, su jugo y picor han desaparecido por el arrastre al agua, por el arrojo de haber dejado la cocina. Las cebollas no deben desafiar su único destino.
Mañana estará descansando un rato, entre algas y plástico, me observará con su ojo-tallo lacerado, pero seguirá casi entera. Será un cascarón sin espíritu, sabor o la posibilidad de provocar el llanto que lleva dentro. Me queda la duda si en la siguiente luna llena su ser se transforme, por fin, en medusa y migre a las profundidades de sí misma, el no saberlo me reconforta, hay otras vidas que siempre se nos escapan por entender y esa también es la felicidad.