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De en seres. Paraguas

 

Por Rosa Espinoza

En la ciudad de donde vengo llueve poco. Una o dos veces al año caen lluvias torrenciales que producen algunas desgracias: árboles derribados, postes en el suelo, calles inundadas, esculturas de lodo, tragedias remediables pero ostentosas para una localidad que recibe, por lo común, secas ventoleras o calorones surrealistas, y en donde el agua no hace presencia más que en la sed. Un paraguas es entonces un objeto que nos cubre del sol. Se convierte en sombrilla. Las mujeres chinas residentes de ese infierno, visten las banquetas del centro con hermosas piezas de colores a la hora en que recogen sus retoños colegiales. Una hermosa procesión de flores que resguarda su rostro del calor y preludia el perfume a napa de sus caldos. Mi abuela usaba su paraguas para “ir al otro lado”, le acompañaba sin gozar de la sombra mientras atravesábamos la línea fronteriza con el pasaporte entre las manos. Siempre quise tener un paraguas. Un día, en medio de una tormenta, tomé uno sin permiso y le di media docena de vueltas a la cuadra alrededor de la casa. Sentí el golpe de las gotas sobre la tela y me miré en otro sitio, uno en el que el agua era la voz cantante. Entre las jardineras de las casas, me encontraba en una nave invertida que pilotaba, desde el cielo y de cabeza, los mares que las nubes escupían sólo para mí. La lluvia nunca me es una tragedia si en mis manos porto el arma secreta para habitarla. Me gusta cargar un paraguas en mi maleta y pensar en el viaje que el aroma del agua llama sólo con mirarle.

*Rosa Espinoza (Mexicali, B.C., 1968) es poeta, narradora y editora. Es propietaria del sello editorial Pinos Alados. Tiene dos hijos y tres gatos. Actualmente vive en Querétaro.