Por Rosa Espinoza
Los solos se multiplican. No se suman ni se restan, se reproducen como las pequeñas flores a la orilla del camino. Los solos no son Cronopios ni Famas. Toman sopa en una mesa de cuatro plazas, miran a su alrededor, sorben y sonríen para sí en el gozo de los otros solos en las otras mesas. No saben de lágrimas sobre sus mejillas, descargan su tristeza en la saliva, cuando se hablan frente al espejo después de mirar el tiempo en el contorno de los ojos. Los solos se cuentan, pero no cuentan porque uno no es ninguno. Desfilan por las calles sin cansancio, en busca del rostro de los otros, los otros solos que caminan sobre la misma acera cargando un pequeño bulto de cosas únicas: una pieza de pan, una calabaza, un tomate cuidadosamente escogido y un repertorio de opciones para deglutir en soledad frente al silencio. Estar callado no es una opción, es la forma en la que los solos y las solas cobijan sus planes, peinan sus sueños, plantean sus metas, acicalan el cuerpo con aromas para ellos mismos. Les gusta olerse, saberse perfumados entre la ropa. A los solos les gusta la soledad, la disfrutan, pero el corazón se les desgarra de a poco si pasan los días sin escuchar la voz de los otros, los demás solos que habitan el mundo.