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Por Rosa Espinoza
Una tarde de septiembre abrimos la puerta principal de la casa de mi padre para darle paso al vientecillo fresco que peina las palmeras. Sentados en la sala, hacíamos guardia a la abuela moribunda. No estaba enferma, sólo abatida por la edad. Con la brisa de un incipiente otoño, un colibrí apareció volando en todas direcciones. Se mantuvo por unos segundos al centro, sobre la mesa ratona, e imperceptible, salió. Horas después la abuela se fue. Las creencias dicen que aparecen para dar buenas o las malas noticias. Lo cierto es que mirarlos, al menos para mí, despierta un alboroto en mi pecho. Sólo pienso en sus alas. Una vez encontré uno en el piso, lo tomé con las manos, apenas pesaba. Lo mantuve conmigo unos minutos, se recobró y desapareció sin dejar el recuerdo de su mínimo calor entre mis dedos. Muchas otras veces los miré deambular sobre las flores. El ruido de su aleteo me remite a las avispas. Colibrí, chupamirto, beijaflor, hummingbird, o por su denominación científica Trochilidae, son algunos de los nombres con los que se conocen. Hace unos días, en mi jardín apareció otro colibrí. Una variante que no conocía. Era un insecto que imita el vuelo y la forma de estas avecillas. Era un lepidóptero, una polilla esfinge y su parecido es impresionante a los chupaflores. Un simil que la naturaleza trajo para polinizar, una falena frágil de alas tornasol cuyo tránsito evocó a mi abuela y maravilló mi espíritu con su alma paralela al de un ave con evocación noctura y asoro.
*Rosa Espinoza (Mexicali, B.C., 1968) es poeta, narradora y editora. Es propietaria del sello editorial Pinos Alados. Tiene dos hijos y tres gatos. Actualmente vive en Querétaro.