Por Antonio Valenzuela/Infosavia
Cuando era adolescente, solía caminar con frecuencia durante las noches por toda la orilla del barranco de mi viejo barrio. Vagaba horas extendidas, sin rumbo, más que la plenitud de liberarme a mi mismo. Lo hacía con frecuencia en invierno porque me daba mucho más placer ir caminando con las manos, dentro de los bolsillos, de una chamarra o abrigo. Soltar el vaho bajo la luz de un farol de la calle, o en medio de las humaredas de las casas que se encontraban abajo, por toda la orilla del dren. Oler la humedad y escuchar los sonidos escuetos del flujo del agua. Escuchar el rechinar de las puertas de madera y los remaches flojos de las cercas. Ver al obrero que llegaba temblando de frío después de una larga jornada y soltar su mochila con herramientas torcidas. La voz de -yá llegué- que se escuchaba por los patios aledaños, y las mujeres asomándose por las ventanas para darle la amorosa bienvenida al marido. El chiquillero alborotado que saltaban a los brazos del padre, mientras le ayudaban a descalzarse.
Así, en ocasiones, me encontraba con gente que caminaba por las banquetas rotas hacia la tienda de la esquina, donde el frijol era más barato, y la tortilla valía la amasada. Donde el litro de petróleo para las estufas de las abuelas estilaba haciendo surcos para cada hogar. La proteína del huevo venía en la envoltura del papel periódico, con sus letras que sabían a deuda de quincena. Las noticias eran otra cosa y venían de la voz del tendero, y de su esposa que colgaba chambritas en cada esquina. Pero lo más fino de su costura, se encontraba en los calcetines remendados con hilo blanco, y ver las vereditas de cada dedo hacia el tobillo por el tendedero de su traspatio, era lo más fino de su amor.
Caminaba de pronto a ciegas por tanta oscuridad en el barranco, que sólo escuchaba voces que salían de las covachas. Tal era el caso cuando pasaba por la casa de la tía Julia, y se encontraban cenando media docena de hijos, y doce tortillas. Un sartén con frijoles refritos que invitaban e incitaban a los vecinos. Yo, desde las afueras del patio, me asomaba sin hacer ruido para llenar mi estómago a través de la ventana empañada, mientras regresaba a casa.
A un costado de esta familia, vivían otros parientes, era una de las casas más pequeñas del barrio, donde vivía una viejecilla que creía, era mi abuela, porque de niño mis padres visitaban a la tía Martha, y ahí, sentada frente a su melodiosa máquina de costura, siempre sonriente y con sólo un par de dientes, pedaleaba, y cosía suavemente con sus brazos largos y flacuchos. Su piel arrugada y su cabellera larga y blanca, lucían ordinariamente en el mismo rincón de siempre, donde encontró su vida y la muerte.
Cuando la cena se servía en las mesas, en las callejuelas ya no había chamaco en sus jugarretas. Sólo veía en las esquinas a personas andrajosas que mantenían su mano al aire y su mente ida. Retorcidos en sus harapos palabreaban a veces, mientras bebían su vida a pedazos. A ratitos divagaban y lanzaban palabras con ademanes continuos. Las estrellas eran sus fanáticas y los aplausos venían desde el fondo de una nube. Las campanadas de la iglesia hacían eco en los edificios del viejo pueblo, también como homenaje a la diversión del vagabundo.
Pasaba buenas horas por los caminos triturando y puliendo piedras con mis pasos; y, en estos caminos,había huellas de antaño donde desfilaban los jornaleros hacia la refinería, a la despepitadora, y a los campos algodoneros. Decenas pasaban por el puente de madera hacia las antiguas vialidades. Otros llegaban a la industria con sus pasos sumergidos en el fango, mientras el día amanecía escurridizo. De regreso, después de entregar el alma a la labor, algunos entraban a las tabernas y bebían espumosa cerveza, y en sus mesas el chicharrón que escuchaba las demandas laborales. El salario justo venía acompañado de botanas diversas, mientras el sindicato esperaba en la barra del patrón.
El pino salado abundaba en el barrio, y se mantenía bebiendo agua del canal que viajaba por media ciudad. El barranco, en todo su pico, tenía en su voladero una serie de vericuetos que se formaban entre los espacios y las grandes raíces de los árboles. Era una columna danzante y un enfiladero de ramaje cenizo y verdoso. Pequeños riachuelos que se formaban cuando se daban las temporadas de lluvias y tormentas. De por ai’, surgieron romances y buenos amoríos. Poemas, y palabritas que se fumaron durante la noche. Tragos, encinta, surgieron. Casorios ante la mirada del árbol como testigo, y bautizos con padrinos locos.
A veces solía pasear por la catedral donde encontraba un tropel de gente con rosarios atados a su cuello. Gente hincada ante un altar con la misma imagen de siempre. El cristo justo que su cuerpo pende de lo injusto. Virgencitas con mantos coloridos y santos que nunca dan la cara. Un rostro de lamentocomo el sermón de la noche. En los cuartitos de cortinas de arrepentimiento, se cruzan voces de alivio, y en ocasiones sanciones administrativas.
Afuera, rumbo a la calle de todos, se cruzan diferentes destinos, y si acaso, varían según, por dónde vayas; lo que sí, es seguro, que de regreso encontraras a tu vecino en un nuevo día de encontrar trabajo, y un niño hambriento. Un cuaderno sin rayar y un maestro aprendiendo a vivir. Las horas que he caminado, en mis años jóvenes, no los apunté pa´acordarme, sino, ahí me hubiera envuelto en ese andar…
Por decenas de ocasiones me encontraba monedas en las pequeñas colinas del barrio. Colillas de cigarros y buenos deseos. También tropecé con los zapatos rotos y brinqué charcos de lodo podrido. Anduve husmeando en las ruinas de la refinería, entre las máquinas de vapor, y fierros que gritaban el cansancio del obrero. Un molino que tragó gente y el alma de varias familias. Una palmera en medio del enorme patio, junto al baldío de la raza. Un furgón que cargaba el oro del patrón ante la mirada del guardagujas; dos caminos distintos en la misma vía férrea. -Allá iban, los trozos de algodón por el campo, y en él, los trozos del alma obrera…
Mejor sigo caminando, aunque me quede callado…