Por Antonio Valenzuela/Infosavia
A finales de los sesenta, del siglo pasado, en una noche tranquila de verano, la caldera de la empresa Jabonera del Pacífico se sobrecalentó a medio turno de la noche. Los obreros que operaban se encontraban cenando en el momento de la situación. Estaban en el patio trasero de la refinería donde solían tomar sus alimentos. Era un lugar al aire libre con unos asientos de concreto, y un tejaban de buena estructura metálica. A sus espaldas se encontraba, en medio de una arboleda, la casa del dueño y en el patio frontal una piscina de buen tamaño donde cagaban más los pájaros que los nados que daba el señor.
Desde la azotea de la refinería volaban en parvada hasta las horquetas más grandes de los árboles. El agua se mantenía siempre sucia, y con sus bordes llenos de lama. En ocasiones cuando salían a vacacionar, los pubertos del barrio se echaban unos cuantos clavados, mientras otros distraían al guardia de turno. Pero estas tomsowyorescas historias después las contamos, hoy les platicaré la heroica hazaña del tío Morlan, cuando, desde la intimidad de su hogar, salió corriendo mientras escuchaba, detrás de la barda de ladrillo, al guardia que pegaba gritos que se escuchaban por todo el caserío. Eran gritos de alarma donde anunciaba que las válvulas de presión y el calentamiento de las tuberías habían pasado de la temperatura habitual. Algunas conexiones ya se habían abierto por la situación.
El ruido del molino interrumpía que los trabajadores de junto se percataran del riesgo que corrían. El personal de mantenimiento valoró lo acontecido y aconsejaron que la planta fuese desalojada, mientras intentaban maniobrar para evitar una posible tragedia. Habría que cerrar una de las válvulas principales de oxígeno y las de presión de aire. Estas se situaban en un lugar donde ya habíase incendiado un poco.
Los vecinos salieron de sus casas hacia los patios, y otros treparon a la barda donde se observaban trabajadores que corrían de un lado a otro. El mayordomo intentó, junto con dos acompañantes, cerrar una primer palanca que se encontraba en deterioro desde hacía ya un buen tiempo. Otros se alejaban del lugar y llevaban a sus familias hacia las salidas de la colonia. La calle arcillosa se encontraba en penumbra, y en un caos que ya se había generado, el vocerío desesperado de las mujeres con chamaco en mano, caminaban de un lado a otro.
Los terrenos aledaños eran un buen lugar para resguardarse de cualquier percance. Por cierto que un par de horas antes de lo acontecido, se había consumado un hecho con una menor de edad. La sirena de una patrulla de la policía municipal se acercaba al lugar por los terrenos donde se encontraban los furgones llenos de algodón. Allá también el asunto había interrumpido el sueño de los vecinos del barrio, el sobaco, junto al borde del canal…
El tío trepó al techo de su casa para ver hacia dónde, y como llegar a lo ocurrido. Para entonces, los bomberos habían llegado al lugar y comenzaron a distribuir maniobras; estas no eran acertadas para lograr impedir la tragedia. Otras corporaciones del municipio llegaron desde las afueras, y sólo mantenían distancia y respeto al problema.
Pero el tío se encaminó recorriendo casa por casa invitando a otro vecino le ayudase a cualquier acción. Don Pedro Sandoval sostenía, en sus manos nerviosas herramientas y siguió los pasos de este valentón que llevaba paso acelerado. Don Chuy Arceo cogió sus botas del suelo y un par de guantes en medio de la oscuridad de su patio. La tía Julia acababa de hacer un par de tortillas de harina para el almuerzo del siguiente día. Por las grutas del barranco corrían otros obreros con buena voluntad. Llegaban a la escena y no había manera, pertinente, de bajar la intensidad de la temperatura. Estaba a punto de estallar la empresa.
De pronto, desde la punta de una escalinata, como chango de la selva, el tío logró dar un salto hasta quedar trepado en una escotilla que abrió, soltando un poco de vapor que salía impresionante ante la mirada de sus compañeros. Siguió abriendo ventanales con gran habilidad, que las máquinas comenzaron a soltar orgasmos a cada instante. Con una soga tostada se ató a medio cuerpo y con sus brazos brillosos de sudor, fue deliberando más presión, hasta lograr sofocar bastante vapor…
De pronto, un silencio desde las entrañas de la refinería surgió.
Varios trabajadores se encaminaron hacia la puerta principal, y desde lo más profundo del ambiente, un estruendo seguido de una enorme llamarada golpeteó el techo hasta salir hacia el cielo azulnegro. Alcanzó tanta altura que los barrios vecinos lograron ver lo aparatoso del asunto. Pero la flama detuvo su furia, y terminó con un espeso humo que sofocó todo el barrio. Gritos y llantos frente a los aposentos de la familia del tío. Sus hijos se aferraban a los brazos de la madre mientras la tragedia era contemplada por media corporación policiaca y el cuerpo de bomberos. Lamentos y murmullos aquí y allá, en cada rincón y al aire humoso. Un tum tum de fierros timbaban dentro del edificio. Ante la mirada el tío había sido devorado por la flama y el estallido.
Pasaron minutos y las estufas calentaban café, en medio de abrazos y lloriqueos. Eran pocas las palabras que salían de cada ser, esa noche. Al fondo, en el ramaje de los pinos salados del patio, pajarillos cantaban y anunciaban otro día con campanadas de luto. Todos con el alma rota y la voluntad inútil ante la tragedia.
De nuevo, un sonido en la escena: se trataba de una silueta arrastrando pasos y quejidos escalofriantes. Salía en medio de una nube de humo hacia el hueco tostado de una puerta abierta. Venía saliendo hacia el escenario de la muerte. Adentro fue la vida, y se encaminaba sonriente pidiendo un nuevo uniforme para iniciar la jornada, mientras la vecindad lo veía, como la silueta que les salvo la vida…