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Conserjerías/Noche de fin de año

 

Conserjerías/Noche de fin de año

Por Antonio Valenzuela/Infosavia

Tempranito, casi de madrugada, caían las gotas heladas del amanecer en el patio trasero de la casa, junto a la pileta y el viejo fregadero. El abuelo, apenas abría los ojos. Los gatos dormían debajo de las láminas del techo. En medio de los tijerales la paja estilaba humedad. Mis hermanos, y yo,dormíamos en las camas mientras algunos otros parientes lo hacían en el piso sobre el ladrillo compactado, y bien cobijados con cuiltas y colchonetas coloridas que la abuela guardaba en el ropero, pa´la ocasión. 

El abuelo comenzaba a caminar mientras se vestía y se ponía su chamarra de lana color café, herencia de su padre. La abuela ponía café en la olla de peltre. Preparaba la masa para las tortillas. Sus manos embarradas de manteca, y ese olor que viajaba por el aposento era el cuadro perfecto para terminar el año. 

El alba se anunciaba con pequeños destellos de solecito que entraban por las hendiduras de la puerta. El deshielo escurría por las ventanas, por el vapor de la cocina. Los bostezos se hacían presentes cuando el abuelo encendía la radio. 

–¡Ya es hora de levantarse, condenadoschamacos, van pa´rriba, carajos! – así decía, mientras jalaba las cobijas con sus manos gruesas y toscas.

–¡Deja, tú, que andas levantando gente! ¡Anda, vete al mercado a comprar lo que falta, que al rato llegan mis hermanos y ya no puede hacer uno nada agusto! –de tal manera decía la abuela, mientras le servía unos huevos rancheros. 

El abuelo, parado frente al estufón, se servía café en su tazón de peltre color azúl, mientras cogía un par de tortillas que ya se encontraban en el tortillero. Recuerdo aquel aroma que penetraba en las paredes de adobe, entre las cuiltas y el techo de madera, mientras la abuela volteaba las tortillas en el comal. Una salsa chapoloteaba en su jugo picando el olfato de cada miembro de la familia. El aposento era un horno, excepto el pasillo y el baño que daba al patio trasero. 

Sobre el comal pando y viejo se inflaban las gorditas que reventaban y salpicaban de espauda otros sartenes que se calentaban en las hornillas. 

Todos en la mesa almorzábamos y bromeábamos: hermanos, primos, tíos y abuelos.Aún me llega el recuerdo de la voz el abuelo:

–¡Una tortilla quemadita, vieja, y un poco de frijol con queso! –así decía el abuelo, a tiernas horas del día…

Después del almuerzo los abuelos salían al patio a saludar a los vecinos y otros parientes que vivían en el barrio. La abuela Socorro se sentaba frente a su jardín, y desde ahí saludaba gente que pasaba. Luego salía Lupe Sandoval y le ofrecía un cafecito. Otras vecinas platicaban mientras lavaban ollas para los pozoles en la noche. Se intercambiaban chiles, verduras y especias para los guisos.

Frente a la casa del tío Morlan, los obreros solíansentarse sobre una piedra que llevaba años en el mismo sitio, junto al eucalipto también de muchos años. Allí, con una charla amena, lustraban sus zapatos y botines que calzarían en la noche. Algunos limpiaban calzado de gamuza y los colgaban en la cerca de madera donde se secarían durante el día. 

El abuelo se acordaba del encargo de la abuela y se encaminaba por todo el barranco. Allá iba caminando con su morral bajo el brazo y su sombrero tostado de tanto sol. Cruzaba las aguas por el puente de madera que lo llevaría al mercado municipal donde haría las primeras compras. Allí platicaba con los puesteros y vecinos de la Lerdo. Se tomaba un jugo de frutas y seguía hasta llegar al parque Constitución, donde de nuevo iniciaba otra charla con la gente que andaba entre el puesterío y las fruterías del lugar. Por ai´recorría el abuelo los puestecitos buscando hojas pa´los tamales, chiles pasilla, y california. Ajos, y cebollas, y antes de comprar las carnes se metía a la peluquería con todo el aroma de las cebollas. Tomaba un par de tarros de cerveza en el Norteño (bar antiguo de esta ciudad Mexicali). Después de libar un poco regresaba a casa con el morral lleno. Apenas venía a pasito por la terracería a la orilla del canal. Subía y bajaba las lomitas de las afueras del barrio. Los tules lucían tiesos y cenizos. El agua fluía lentamente sin melodía. El abuelo, también, apenitas caminaba. Venía arrastrando sus pasos en el lodo lamoso del barranco. En cuanto subía y lo teníamos frente a la vista de nosotros, corríamos para ayudarle a cargar el morral, así descansaba un poco y se fumaba un buen cigarro a la orilla del puente. Desde ahí, pequeñas fumarolas se divisaban en los traspatios del barrio. Los calentones para el agua estaban listos para iniciar las tandas. Junto a estos, la leña apilada para irle atizando según la demanda de los bañistas. 

En el baldío surgía la primera pelota. Un buen partido de futbol comenzaba. En el otro extremo se jujaba americano; ahí los golpes entre el lodasal se hundían en la piel. Un juego de béisbol más tarde para cerrar el día y comenzar la fiesta. Los partidos terminaban cuando aún era de día. El equipo perdedor pagaba los refrescos. Los comprábamos en el puestecito de golosinas de la tía Cuca. Luego la tarde llegaba y el silbato de la refinería sonaba a bocanadas detrás del caserío. Ya el sol desaparecía. Se iba metiendo lentamente detrás de los pinos salados. Ya era hora del baño y de ponerse ropa limpia. Llegaba la hora del guateque. La consola del tío Guarre tocaba una canción del trío los Panchos. La abuela miraba una fotografía de sus padres que se encontraba empotrada en una de las paredes de la sala. Ellos ya no estarían en la fiesta. De pronto una voz de lo más profundo de la cocina: 

–¡Yá están los tamales! –se escuchaba delicioso, ese grito por toda la casa.

Era la tía Kika que destapaba la olla humeante, mientras el vapor llegaba hasta el techo astillado. La mesa estaba servida. Ya eran las seis de la tarde y habría que engullir algo, mientras la otra olla con pozole chapoloteaba en la estufa.

Surgía una nube de humo por toda la calle. Las primeras fogatas y el chamaquero jugando. En la casa de la abuela Chencha había botanas y vinos sobre la mesa, encima de los manteles pintorescos de nochebuenas y una vajilla nueva que un tío del sur había traído. Platos mexicanos, grandes y hondos pal´pozole y menudo. Otros planos pa´los tamales y otras comilongas al horno. Afuera, junto a la fogata, el tío Poli tocaba su guitarra, y apenitas su voz salía entre la humareda. 

El cielo amenazaba con un buen chubasco, decía la abuela. Y en efecto, las nubes que se asomaban desde lo alto de la montaña venían bien negras y cargadas. Pero la gente, alegre, salía a celebrar mientras se ofrecían sus platillos, y postres. Una montaña de buñuelos sobre una mesa tembeleque, y junto, ensaladas y aderezos para acompañar lo horneado: jamones y pechugas en su jugo. Iban y venían los platos de cerca en cerca, y de mesa en mesa. 

Los obreros, sentados con sus peinados con vaselina, tomaban sus coñaquitos y wiskitos, según el gusto. Cerveza fría, no importaba que estuviese casi nevando. 

Así la comunidad celebraba el último día del año: música de tríos, y danzones populares se escuchaban. En las cocinas la platicadera de las señoras bebiendo brandi y tesitos. Afuera, y en las esquinas los barriles espumosos pa´la raza del barrio. Un deambular nocturno por la única calle del barrio. Una misma fiesta alrededor de la lumbre. Bailes dentro y afuera de las casas de adobe. Todos los aposentos con sus puertas abiertas. El corazón alegre y jubiloso. Ya casi es media noche, y el año termina. El silbato de la refinería de nuevo suena estruendoso y anuncia la llegada del nuevo año. Los gritos se escuchan por doquier. El barrio de la Jabonera se abraza y despide un año más. Levantan su copa y a un mismo ritmo enaltecen su canto: 

–¡Feliz año nuevo! 

–¡Feliz año nuevo! –grito, glorioso a la comunidad del barrio…

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