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Conserjerías/No te mueras en domingo

 

Conserjerías/No te mueras en domingo

Por Antonio Valenzuela/Infosavia

Después de haber velado toda la noche al tío Poli, cada quién se encaminó a su casa: algunos fueron a dormir un poco, otros a ducharse, y los pachucones del barrio de plano a seguir libando…

Bebimos toda la noche, y al llegar la madrugada comimos un buen menudo que prepararon las hermanas y sobrinas del difunto. Tomamos café y compartimos las historias del tío mientras el día se anunciaba y el sol entraba a picones por las ventanas. No había aire acondicionado, sólo unos abanicos giratorios y, al fondo de la casa, un armatoste que arrojaba humedad provocando un brillo en el rostro de la gente.

En la sala dormían señoras que habían rezado toda la noche. Tomaron café y comieron pan dulce como si fuese el último de sus vidas. Cada rezo era una levantada a la cocina, y piezas de pan por aquí y acuyá. En otro rincón, junto al féretro, con voz quedita la gente platicaba mientras veían el rostro del tío paliducho y seco. La voz de un vecino anunció como campanada un día caluroso y húmedo. Salimos al patio y como navajas filosas el sol rajó nuestros ojos hinchados. La hora del sepelio había llegado.

En compañía de unos primos fuimos al panteón paraavisar que pronto llegaríamos con el cuerpo. Tocamos el portón y, a duras penas, salió un viejo de un cuartucho de madera. Se encaminó hacia nosotros con un bastón chueco y astillado. Nos dijo que no había servicio, que regresáramos otro día; ni siquiera nos escuchó una palabra. 

–¡Eyyy, pa dónde vá! –le grité mientras muy tranquilamente regresaba a su covacha. 

Volteó y dijo: “¿qué quieren?” mientras levantó el brazo que sostenía el bastón. 

–Pos’ enterrar a un muerto, le contesté. Y yá casi está por llegar la carroza donde lo traen. ¿Que no hay nadie que nos abra?

–Pos’ yo –dijo. Y se encaminó y cogió unas llaves que pendían de un clavo oxidado junto al marco de una ventana. Entramos y buscamos el lugar asignado parael tío. Se trataba de la vieja tumba del abuelo. La lápidaaun se encontraba en buen estado sobre el pedazo de la tierra arcillosa. El viejo nos arrimó un par de palas y un pico para escavar. La temperatura aumentaba y la cruda en medio del campo santo era una de las más horribles que había sufrido. Pero en verdad no había nadie quien se hiciera cargo del servicio. Era domingo y aquí los peones no trabajan. 

Tuvimos que mover la lápida de granito, que además de pesada, tenía figuras frágiles alrededor y por encima de sus esquinas. Tamaño problema teníamos. Al fondo, bajo la sombra de un enorme pino salado, salió una voz angustiante anunciando la entrada de la carroza al panteón. Detrás una enorme fila de carros y familiares caminando entre las tumbas, empapados de sudor. Una troquesilla llena de flores entró colorida ante la mirada del gentío. Por allá, muy escondidito, el sonido del destape de una cerveza. De la bocina de un carro comenzó a escuchar una muy fina guitarra. Música de tríos, el género preferido del tío. Pero la chinga esperaba y había que hacer la labor del entierro…

Quitamos la lápida después de una hora. No conseguimos que quedara intacta, quebramos la figura de un cristo en la cabecera del piedrón. Luego comenzamos a escavar hasta donde pensamos se encontraba el ataúd del abuelo, pero salieron restos demadera. Detuvimos la excavación. El calor era insoportable: varios estuvieron al borde de un colapso. No eran para menos los cincuenta grados centígrados. Era el mes de agosto, qué esperábamos. 

Aunque bebíamos cervezas frías nos agotábamos mientras paleábamos. Ya era medio día, y el tío aún sobre la tierra esperando estar debajo. Una mano y otra de vecinos y amigos y continuamos la labor. Era agonizante (valga la redundancia del asunto). Pues vá pa´bajo, dijo Irene, su hermana. Y comenzamos a movilizar el féretro hacia la orilla del agujero malecho, donde inició el llanto de la familia, las alegres y frías, a la vez, palabras del pueblo. Salucitas sobre el cadáver surgieron. Gotas cayendo y destellos brillosos en medio de la resolana. Aplausos, gritos, quejidos, risas, tragos y más tragos…

Salí del tumulto, me encaminé hacia un árbol, y vi volar a unos cuantos chanates sobre mi cabeza, cerré los ojos de cansancio mientras murmuraba lloriqueando: “no se mueran en domingo, no se mueran en domingo…”

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