En las décadas de los años sesenta y setenta, los barrios, las ciudades de este país (y del mundo), solían reconocerse por sus nombres: muchos de ellos distorsionaban el nombre de la colonia, los abreviaban con algunas insignias o renombres significativos según el barrio, las cuadras o el vecindario al que pertenecieran. Todos ellos tenían y marcaban su territorio. Algunos de estos colindaban con otros a través de barrancos, drenes, arroyos, lomas o bardas divisorias delimitadas ellos mismos. Esas calles de Mexicali se dividían por grupos de ciudadanos de distintas generaciones: obreros jóvenes dando referencia a la onda pachucona y rocanrolera. Otros se diversificaban con la onda hippie, usando y llevando la bandera del liberalismo y la paz social. Los abuelos, que traían el paternalismo nacional, sostenían su ideal revolucionario y campesino. Todos vivían y soñaban por lo suyo y defendían hasta lo indefendible.
Los niños también participábamos y teníamos logias. Formábamos pequeñas pandillas con nombres distintivos según la edad. En mi barrio había dos conjuntos divididos entre las primeras y segundas cuadras; aunque el territorio era una sola. Esto sucedía porque al principio o en el nacimiento de cada barrio, existieron terracerías en las colindancias de la colonia que después desaparecieron quedando en una sola cuadra. Es ahí donde surgen infinidad de historias…
A lo largo del extenso barrio corrían las aguas de un dren; eran aguas tranquilas, con ramajes y tules a su alrededor. Había faldas y bordes que formaban pequeños barrancos y caminitos que llevaban hacia las afueras de la mancha urbana. Teníamos un territorio marcado: baldíos donde solíamos jugar béisbol y futbol. También había una cancha de basquetbol y terrenos de la vieja compañía algodonera donde pasábamos tiempo volando el papalote, liberábamos tiros de rifles, resorteras, o cualquier otra invención que surgiera…
Frente a la zona más grande del barranco, había una fila de pinos salados. Eran extraordinarios, como el árbol jorobado, al que solíamos trepar desde el inicio hasta el final, ya que estaba casi recostado sobre la tierra. También había otro con horquetas fantásticas en las que amarrábamos cuerdas y nos balanceábamos en el aire, sobrevolando encima del canal. Era el columpio de cualquier barrio del mundo.
Existían diversas cuevas de las que surgían varios mitos y cuentos de terror. Con el paso de los años descrubrimos que sólo eran leyendas urbanas. En grupitos visitábamos y nos introducíamos por varios vericuetos. Nunca descubrimos nada que no fuese normal. Pero era nuestra zona: con caminos, zanjas, lomas, puentes, baldíos y rincones donde vivimos nuestra infancia.
De pronto y en incongruentes circunstancias, los vecinos de los barrios Lerdo, y el Sobaco, intentaron despojarnos y quitarnos parte de los terrenos de la zona del dren, incluso, del gran llano de la algodonera. Eran decenas de niños, adolescentes y algunos padres de familia que se acercaban con palos y piedras para posesionarse de una fracción del barrio.
Durante varios dimos respuesta a sus gritos y ademanes. Salimos de nuestras casas, se juntó todo el chamaquero, nos apoyó el otro grupo de adolescentes llamado Jaguares y, todos con sus resorteras, bates, pelotas, piedras y cuanta cosa pudimos llevar, nos enfilamos al barranco donde comenzamos a resistir un primer ataque de piedras al aire. Trepamos a los árboles y desde allí, la primera respuesta. Corrimos de dos en dos y rodeamos la escena. Era como un cuento de niños, pero hoy que lo escribo, me doy cuenta que así lo vivimos. El asunto era real, luchamos y defendimos el barrio a costa de descalabrados, brazos rotos y heridas en todo el cuerpo. Hubo días en los que la policía hacia presencia y trepábamos a lo profundo y alto de los pinos, y no llegaban las advertencias de tregua. La colonia era nuestra. Los baldíos y barrancos. ¿Porqué venían a quitarnolos? Éramos niños defendiendo nuestra vida, defendiendo todo.
El tiempo pasó y un día inesperado, un capitalista de otra parte del país, quiso comprar nuestro barrio para construir una plaza comercial. La comunidad se unió y, con argumentos y lucha, se impidió la demolición de las viejas casas, logrando sólo la construcción de su nuevo capital. Cuando sucedió esto, mientras los colonos discutían con el poder, decenas de infantes esperaban tranquilos sobre las horquetas de los árboles, mientras miraban y escuchaban el arrullo del agua correr y la danza del tule que abría paso a una nueva vereda…