La tía Silvia era hermana de mi amá, y la menor de las Alba Velásquez. Sus primeros años de vida transcurrieron en el barrio de La Jabonera, en Mexicali, y cuando hubo de casarse, su crisol fue la colonia Alamitos.
Siempre fue de buena anchura. Su cuerpo aumentaba en cada parida. Tuvo cuatro varones y dos mujeres. Pasando las cuarentenas aumentaba sus kilos. Amarraba su vientre y su boca se ponía nerviosa. Comía bonito. Disfrutaba cada bocado de cualquier platillo, o mejor dicho, platote. La tía guisaba con mucho gusto y placer: movía muy bien la cuchara en sus guisos, y el cucharón en los caldos.
Solía tejer y coser a máquina, como decían antes. Remendaba chambritas, vestidos, pantalones, calcetines y hasta calzones agujerados. Se sentaba frente a su Singer, la maquinita hiladora, montaba sus brazos en la pequeña base mientras con su pie izquierdo pisaba el pedal, y a buen ritmo movía el pie y le cantaba melodías a los niños que, alegres. jugaban a su alrededor.
Iniciaba el día haciendo tortillas de harina. Su marido, contento, se iba a trabajar con unos buenos tacos que la tía le ponía en su lonchera de metal. Hacía el almuerzo pal´chamaquero y al final de la mañana, se sentaba tranquila, sin prisas, se servía un buen plato con huevitos rancheros y su buena taza de café. Siempre con buen empeño a la hora de la cocinada. Hacía su quehacer despacito. El sobrepeso en ocasiones le provocaba mareos y otras dificultades para moverse. Muy apenitas caminaba y, peor aún, había días que no se paraba de la cama. Esto sucedió después de sus sesenta años; porque de joven, aun con su gordura, vivía ágil y sonriente y servía amorosamente a la familia.
Un día de no muy buena gana despertó y caminó hacia la cocina, la observó, olfateó, palabreó cositas queditas para ella misma. Salió al patio y se imaginó una fiesta –eso dijeron sus hijas que ella les platicaba–. La mañana siguiente fue internada en un hospital por un paro respiratorio. Fue diagnosticada con neumonía, que ante la mirada de los médicos la situación se complicaba cada vez más. Finalmente, la tía falleció. La llevaron a casa donde fue velada por la noche. El cuerpo de la tía, sin exagerar, pesaba unos doscientos kilos. No había cajón de muerto donde cupiera doña Silvia Alba. A varias funerarias se solicitó tan enorme caja. Pero con buena suerte surgió una; una ataud muy bonito, por cierto: tenía agarraderas de madera con acabados finos y esquinitas bien torneadas. Entero, era facinante. Brillaba con las luces candentes del patio, en el que se encontraban los vecinos del barrio y gran parte de la familia. Se dispuso una gran mesa con buen café a un costado del féretro. Dentro de la casa, en aquella cocina que tanto amó y disfrutó, una enorme olla con menudo humeaba y coqueteaba con las narices de los asistentes. La olla era tan grande que la estufa se balanceaba por momentos, tanto, que, en un descuido, salió volando el cucharón hacia la parte de atrás de la estufa, en un huequito muy al fondo de la cocina. La labor fue ardua para rescatar el cucharón de allí. Agarramos al chamaco más flaco de la familia y, entre varios, lo colgamos de sus piernas y lo columpiamos en varias ocasiones hasta que con sus ligeras manitas logró sacar la cuchara. Se escucharon unos gritos. Después supimos qué le había provocado el quejido: se le estaba quemando la pancita con el vapor de la olla porque los balanceadores humanos estaban con un grado de embriaguez. Muy en lo suyo, seguían colaborando ante divertida situación.
La noche fue larga, varios comensales repitieron platillo. Era tanto menudo que hasta los vecinos de otras cuadras alcanzaron hasta pa´llevar, como suele suceder. Botellas de vino y cerveza también fueron parte importante en la velada. Lamentaciones, lloriqueos y risotadas fue el canto de la noche. Noche de luna menguante y nubes de humo. Madrugada de murmullos y paredes frías. Tristeza, alegría y la muerte…
Al amanecer el panteón esperaba a la tía. ¡Necesitamos más cerveza! –alguien gritó–. El carrocero de la funeraria llegó, se acercó al cajón y peló los ojos, dijo angustiado: “¡No va a caber, en la gaveta!” –aseguró fríamente.
Nos acercamos y aun mismo ritmo, todos preguntamos: “¿qué ha dicho, señor?”. Y de nuevo su afirmación al aire: “¡No, no va a caber!”. Y ante tan sorprendente declaración apareció una segueta. Y así fue, tuvimos que cortar aquellas agarraderas tan bonitas para disminuir el tamaño de la caja, y así poder dar sepultura a la tía…
Ya luego la subimos a la carroza y la llevamos al panteón. Sacamos el féretro, intentamos meterla al agujero y fue en vano. Se atoraba con las paredes de concreto, y la sacamos de nuevo. Un par de panteoneros llegaron con herramientas y quitaron el exceso de cemento y pa´dentro de nuevo. En esta ocasión entró a medias y chueco. Quisimos sacarla y ya no se pudo; quedó atorada sin dar oportunidad de intentar otra vez. Y así, asombrados, los hijos con el dolor y la tan desagradable situación, fueron llevados a casa y, sin ninguna observancia, comenzamos a brincar y a brincar hasta que el cajón bajara un poco más. Hicimos turnos entre primos, tíos, vecinos y hermanos, hasta que el cansancio llegó igual que la tarde y la tía aferrada al espacio grande que siempre ocupó, se despidió finalmente y con un hambre de los mil demonios, fuimos a su casa, a ver que había quedado en la olla…