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Conserjerías/Ah, de llover mañana

 

Conserjerías/Ah, de llover mañana

Por Antonio Valenzuela/Infosavia

No recuerdo el año, pero, un día, inesperada tormenta arreció a nuestra ciudad. Las casas de la comunidad donde vivía lucían tristes: aquellas casas de techos de madera y lámina no soportaban la recia lluvia que venía de lo alto de la montaña. Era invierno, y mis ojos veían las gotas escurridizas que se aferraban al ventanal de la casa de los abuelos, mientras en el patio trasero, un ruido escalofriante se escuchaba. El tictac del reloj antiguo muy apenitas lo detectaba mi oído. Afuera, frente a las casas, unas siluetas de obreros vociferando en medio de una nube espesa que caía sin cesar. La abuela, aprisa ponía ollas en el estufón para lograr tibiar el aposento. El abuelo se asomaba, nauceabundo, y con sus manos agrietadas y toscas abría la puerta principal para ver la tormenta que se pronunciaba cada vez más; en ese instante entró una ráfaga de viento frío y volcó la lamparilla de petróleo que se encontraba sobre la mesa, donde el fuego se diluyó lentamente hasta desaparecer. Un poco después, entró una luz tenue por la hendidura del marco de la puerta. Mi corazón palpitaba aceleradamente. Mi madre recostada en un sillón intentó decir algo. Yo me movía de un lado a otro entre las cuiltas. Mi padre, luchaba desesperado por llegar a casa en medio del lodazal. Había terminado su jornada de trabajo, y después de caminar por varias cuadras, lomas y vados, logró llegar hasta la primera casa de la colonia, donde se quedó inmóvil triturando sus dientes en repetidas ocasiones. Desde allí, observó la inundación que había provocado el torrencial a la pequeña comarca. Era una tarde azulnegra. A la orilla del río, el ramaje de los árboles zumbaba arrojando gotas hacia la arcilla, como pimienta a una ensalada. El agua fluía por doquier: entre los callejones, de una casa a otra, en los jardines y maceteros de las abuelas. Sobre el puente de madera. Subidas y bajadas se transformaban en pequeños riachuelos hasta desembocar al final del río. Un cielo que sufría entre nubes vaporosas apagaban el brillo de las estrellas. Gota a gota el barrio se inundaba. Era un aguacero con terribles melodías. La temperatura de mi cuerpo empezó a aumentar. Las manos de mi madre acariciaban mi frente. Mis pulmones se contraían y un enrojecimiento en mi piel puso nerviosa a mi abuela. Mi padre llegó al pie de la puerta con su espalda deshecha y sus ojos hinchados. Habló con mi madre, después me tomó en sus brazos y en medio de la lluvia salimos. Mi padre encendió el coche del abuelo y como hubo oportunidad logró llegar sólo a la salida del barrio. Los neumáticos no rodaron más, y en cuestión de segundos el aguacero arremetió y descargó con furia hasta dejarnos sin oportunidad de avanzar. Pasamos minutos dentro del automóvil. Mi madre lloraba. La angustia de mi padre se reflejaba a cada relámpago de la tormenta. Todos en sus casas defendiéndose del aguacero. Chiflidos por allá y por acá. Apagones de luz entre las ventanillas de las casas. Gotas frías empañando los cristales del auto. La situación se hacía más angustiante. De pronto, mi llanto al filo de la noche. Papá salió del coche, abrió la puerta y bajó de él, tomó la mano de mi madre y le insinuó que saliera… Era el mes de enero, mes en que yo había nacido; ahora mis signos no eran muy buenos, que digamos. Ellos lo sabían, se vieron a los ojos y de nuevo me ofrecieron a la lluvia. Caminaron entre el lodazal, y en medio de infinitas plegarias siguieron hasta lograr salir a un ligero plano que se encontraba bajo la horqueta de un árbol, donde del cielo llegó el mejor doctor del mundo: el doctor Raúl Espinoza, que ante todo, caballeroso y gentilmente, fue salvando con su gran ética, en cuestión de minutos, mi vida, al momento que la lluvia amainaba lentamente; así como, hoy,lentamente me lo cuenta mi padre mientras contemplamos, juntos, esta tarde lluviosa…