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Bicitecleando. La pequeña gran historia de un ranchero

 

Por Tomás Di Bella*

1

El señor Mena, ranchero en los límites donde inicia el valle de Mexicali, Baja California, nos recibe en su predio, a mi amigo Chus y a mí, acomodando leña de un pino salado –hoy ya árbol de esta región-  y nos grita que abramos el portón y entremos al patio. Chus lo hace e inmediatamente que cerramos la puerta tras nosotros, se nos acercan 20 perros, hembras y machos, chicos y grandes, pintos y negros, todos bien amistosos, excepto una perrita del tamaño de una rata, más aguerrida que cualquier otro.

Nos damos los saludos y Chus nos presenta. El señor Mena es exactamente de mi edad, 67 años. Es una persona sumamente delgada, alto, muy animado, de ojos color verde azul, igual que el río que corre aquí cercano y que riega, o trata de regar todas las parcelas de los ranchos que aún subsisten o son más o menos productivos. Al otro lado de los límites de su casa, con una cerca dividiendo el patio y los surcos de 20 hectáreas, se perciben los brotes verdes, pequeñitos, de lo que, andando la temporada, se convertirá en un matorral inmenso de plantas de trigo y que posteriormente darán algunas toneladas de grano. A lo lejos se ve la sierra cucapá, majestuosa.

Nos espera en el porche la mujer del rancho, sentada, y sobre la mesa,  una jarra de agua de alfalfa y limón. Sonriente, se nota que venía de hacer algo, y que pronto se iría a hacer otra cosa. Es la vida del rancho, nos dice, nunca se acaba el trabajo, siempre hay algo qué hacer. Los veinte perros se echan alrededor de nosotros, como acostumbrados a tener visitas y oír las pláticas de los humanos. En el techo del porche hay, colgados, una impresionante colección de campanillas de viento, que cuando sopla, se orquesta una escalada de sonidos múltiples. En una de las paredes hay un marco con una leyenda que dice: “En esta casa los perros son parte de la familia”.

Mientras Chus instala el micrófono y la grabadorita sobre la mesa, y esperamos al señor Mena que fue a tomar un baño, la señora platica abundante: desde la pandemia que pegó en la ciudad –ella no se vacunó, ni loca-, pasando por las vecinas que tiene que ir a ver, el calor que se avecina, los brotes del trigo, la falta de agua para el riego, y sí, la lucha que ella y su marido enfrentaron contra La cervecería Constellation Brand, ya que ellos formaron parte del grupo de lucha llamado Mexicali Resiste.

2.

Nos imaginemos un halcón pequeño, del valle, volando de regreso del día buscando. Y volando desde arriba ve el ranchito, con su mirada de uno no, de él sí; pasó por arboledas flacas de eucaliptos, pilló quizás un moscardón, pero realmente nada trae de regreso a su nido o árbol. Y sin embargo su mirada, universal, ve a un campesino agachado en la tierra buscando el brote de la semilla. El halcón lo sabe, vuela porque ahí abajo hay vida que se está reproduciendo con ganas de ser.

3.

 Si todos los perros del mundo se sientan a escuchar, saben que hay agua. Un vaso de jugo de mañana y sol, con azúcar. La mujer campesina y ranchera, que se levanta, pero arranca la hierba, es la compañera, no sólo pa estar ai, sino pa dar rumbo. Pero además con una posición política de somos mujeres en contra del avasallaje y traemos flores del campo, con cuchillos de maíz. No calentaremos las tortillas hasta que seamos realmente libres.

4.

No hay manera de decirles a los portentosos, esos tan mínimos maximizados por el poder, cómo se riega en la noche, con viento, en oscuridad, con una lámpara, viendo el brote, y además pensando políticamente cómo defender la tierra, la mujer, el hombre con falda de dignidad, y la obrera en el campo. A esas mujeres que hacen los tacos de guisado que significa no sólo la historia de la comida norteña, sino la amable presencia de la filosofía de vida. No hay manera de dialogar con el capital encumbrado que sólo en oficinas pulcras de imitación sólo piensa en la depredación. Sí, esto ya se ha repetido y vomitado cuánta tantas veces, pero aún hoy, sigue siendo el canon, la manera de eliminar la verdad de la tierra, del agua, de la nube, del berrendo, del ladrido en la noche de un perro solitario sin refugio.

5.

“Aquí teníamos nuestros guajolotes, gallinas, ganado de engorda. Todos los días andábamos en caballo. Yo me tiraba de panza, así, a lado del canal… los canales alimentadores se mantenían limpios, en invierno se veía el agua cristalina. Mi abuelo, el papá de mi mamá, sembraba rábanos, lechuga, zanahoria, cebollita. Y, acá atrás, le preparaba unos bordos de cama baja (bordo plano como milpa) y ahí sembraba maíz, calabaza, sandía, melón, todo para el autoconsumo, y se cosechaba tanto que mi abuelo se subía al picap y se los llevaba a la carretera para venderlos, y lo que no se vendía se les regalaba a los vecinos”. (Salvador Mena).

6.

Leo a John Berger: “La vida campesina es una vida dedicada por entero a la supervivencia. Ésta es tal vez la única característica totalmente compartida por todos los campesinos a lo largo y ancho del mundo. Sus aperos, sus cosechas, su tierra, sus amos pueden ser diferentes, pero, independientemente de que trabajen en el seno de una sociedad capitalista, feudal, u otras de difícil clasificación, independientemente de que cultiven arroz en Java, trigo en Escandinavia o maíz en Sudamérica, en todas partes se puede definir al campesinado como una clase de supervivientes”.

7.

A la tercera visita al rancho, el calor en el valle de Mexicali (Chicalor), ya rondaba los 40 grados. Aunque en la ciudad se sentía más, por el tráfico, el asfalto caliente, las mentadas de madre, y las frustraciones del tráfico atorado en una urbe mal planeada, en el campo, en el rancho, la briza, aunque leve, estaba. El tropel de perras y perros ya tenían en su memoria olfativa nuestras esencias y sólo vimos treintaytantas colas abanicando el viento con alegría. Estábamos alegres como perro con dos colas. A lo lejos vemos a don Chava acomodando leña -siempre que llegamos algo andaba haciendo-, y nos grita que pasemos. Chus y yo entramos caminando con el séquito variopinto de canes criollos impetuosos. Esperamos bajo la sombra de un eucalipto inmenso y majestuoso. Luego llega don Chava: pantalón de mezclilla 501 de quién sabe cuántas lavadas y jornales, gorra vieja de un color de tierra, sonrisa a flor de rostro y dando mano recia y flaca, como de piedra y terrón. Nos saludamos amablemente y nos invita a sentarnos en el porche de la casa. Agua fresca de hierbas y limón nos ofrece, mientras mi amigo Chus instala la grabadora y el micrófono. Nos sentamos y don Chava ya empieza: “Salinas de Gortari, el viejo asesino, rata ése, se acabó eso. Hasta yo tuve la necesidad de vender mi ganado. Yo tenía un corral hecho de… pues de los postes que hoy cercan la casa… eran parte del corral. Yo tenía ganado lechero y un caballo. Todo el intercambio comercial lo hacíamos de palabra, un ranchero con un becerro, unos quesos de intercambio. Antes todo era de palabra, de hombre a hombre: Chava, quiero comprarte esto a tanto. Está bien. Nunca hicimos un contrato y lo que hizo Salinas cerró los negocios libres, porque nos cobró un impuesto por cada negocio que nosotros hacíamos, pues”.

8.

No quiere irse, don Salvador. No vendió al mejor postor el rancho. Ni su mujer, ni sus compañeros perrunos, ni las plantas de trigo sembradas aquí afuera. El predio que abarca la cervecera es de 300 hectáreas. El rancho de don Chava mide 10 hectáreas. Ahí siembra sus hortalizas, o solía sembrarlas algunos años atrás.

9.

 Ahí afuera, a cien metros del ranchito y su vida de productividad y dignidad, aún está la nave extranjera, insultante, cínica, esperando tiempos más propicios para arrancar motores, tragarse toda el agua de la región, ostentar su poderío y burlarse de la población.

*Poeta, cronista, editor, traductor y carpintero (Ensenada, B.C., 1954). Ha sido columnista y su obra a parece en revistas y antologías nacionales y norteamericanas. Es autor de siete poemarios y tres libro de crónica.