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Bicicleteando. Si aquí termina un hombre (no ficción)

 

Foto: Derechos de Pixabay

Tomás Di Bella

Llegamos pa escuchar música demasiado vieja. Una ranchera campirana se oía a lo lejos. Después de media hora de trastumbos, entramos al predio cercado de alambre de malla, sin portones. Se veían unos tendederos de ropa y sábanas inmensos. Detrás de ellos un edificio en forma de L con una pequeña explanada pa los carros, a un lado un monumento-fuente, abandonado, con un árbol seco. La estancia rodeada de rocas grandotas. Del norte, una hilera de matorrales verdes, y al este, un par de pinos piñoneros inmensos. Nos recibieron como doce perros de todos tamaños y colores parduzcos. No ladraron, estaban acostumbrados a recibir visitas. Estacioné el picap, y nos bajamos. Nos recibió un ciego sin bastón de ciego, caminaba a las tientas. Y riéndose siempre nos dijo, bienvenidos, pásenle. Era un hombre flaco, moreno, en chanclas, con un gorro de estambre con lentejuelas azules y con barba de muchos meses. Alzó la mano hacia la nada y Efrén se le arrimó para estrecharla. Cuando la apretó, ya no quería soltársela, mientras hablaba constantemente sobre lo bonito del paisaje y el clima tan sabroso (ya hacía bastante frío) y que siempre era un placer recibir a las visitas. Después supimos, y escuchamos a este hombre de cuyo nombre no recuerdo, que tocaba la guitarra y cantaba rancheras. En ello estábamos en los saludos mutuos cuando salió de dentro de la estancia un hombre pequeño, blanco de ojos claros, con mirada risueña y caminando briosamente.

Hola, buenas tardes, soy el hermano Cedro, bienvenidos. Nos dio la mano, tímidamente, con delicadeza, sin apretar, sin aparentar vigor excesivo, pero sin rehuir la mirada, de frente, cordial.

Buenas tardes, dije, como se dice siempre. Venimos desde Mexicali con un encargo de una señora, y traemos libros para la estancia.

¿Libros?, preguntó, y se quedó un poco desorientado. Bueno, dijo luego, yo pensé que traían medicinas, pero ¿acaso el libro no es una especie de medicina? Y luego, brevemente, emitió una sonrisa leve. Este era un hombre que le gustaba reflexionar. Había sido jesuita, pero el llamado mundano y la burocracia eclesiástica le habían hecho desertar de la orden. Y él solo se vino acá, a la montaña, a reconstruir lo que antes era un abandono total. Lo que antes de él y su pequeño equipo de trabajadores afanosos, solía ser un vertedero de huesos viejos para morir a secas y en abandono. Aún hoy, nos dice luego con vivacidad entusiasmada, es un abandono, pero no tanto.

Desde adentro se escuchaba un bullicio leve y se percibía un aroma a comida recién hecha.

Y, llegaron a la hora de la comida, nos dijo el hermano Cedro. Pero si quieren bajen los libros y les digo dónde ponerlos. Efrén se precipitó al picap para empezar a bajar las cajas. Yo seguí al hermano Cedro adentro del lugar. Entramos a una sala no muy grande donde estaban dispuestas un par de mesas largas. Al fondo se veía la entrada a la cocina y mientras veía eso, por otra puerta iban entrando los comensales, puros hombres, porque era un asilo de hombres: Uno en silla de ruedas con una sola pierna, otro en muletas de madera a las cuales apenas podía manipular; un anciano que caminaba muy lentamente, como de 98 años, después nos enteramos. Hubo algunos que venían platicando y al vernos callaban. Otros que al vernos se aprestaban a saludarnos, solícitos, con miradas de gratitud, acostumbrados a visitas con regalos o con ganas de escucharlos. Hubo otros que no entraron, esos eran los que ya estaban sin fuerzas para bajarse de las camas, sin fuerzas para llevarse un bocado, sin fuerzas para ir al baño, sin fuerzas de nada. A esos habría que atenderlos en su mismo sitio donde eventualmente dejarían de existir. Nadie nos podremos imaginar estar aquí. Nadie podríamos decidir por nosotros permanecer en un lugar como este. Pero ellos ya están desde siempre, porque al momento de estar ya es y no hay otro. El hermano Cedro nos contó, después de la comida, que, por ejemplo, aquél, don Ignacio, de 87 años, lo dejaron afuera una noche. La familia lo trajo hasta aquí, pero ni siquiera se bajaron a presentarlo, nomás lo aventaron y dieron la media vuelta. Sólo sabemos su nombre, porque llegó diciendo “yo soy Nacho, yo soy Nacho”, tembloroso y con miedo, pero no sabemos de dónde es.

Efrén le pregunta -porque eso se hace después de escuchar aquello-, que si no mandan investigar pa castigar tanta infamia. Y el hermano Cedro sólo contesta que no tiene caso, aun si lo devolvemos a su casa con sus familiares lo tirarán en otro lugar, o peor, lo dejarán en la calle al abandono total. Por eso el que llega aquí se le recibe. Sea que llene solicitud con los familiares, sea que se le acepte porque no tiene otra cosa en la vida, sea que lo abandonen. De cualquier forma, todos somos iguales y hay que tratarnos como tales.

Conocimos personas apagadas con chispas de vida, seres cenizos con risas olvidadas, cuerpos que respiraban y no sabían hasta cuándo o porqué, masas informes de casi cadáveres pero que aún abrían la boca para recibir una cucharada de caldo, un trozo de tortilla, una caricia en la frente, una palabra en el oído cerrado. Había uno que acostado llamaba con los ojos. Hola, decía, y deseaba que algún par de orejas escuchase su habla, su historia, sus quejas, su perorata infinita. El Caballo, supe, que le decían, y él me contó que estaba parapléjico debido a un accidente en el trabajo, dónde más, y la historia genérica de la empresa en deslinde, el familiar que lo soportó algunos meses y luego el abandono. El abandono es la palabra más incrustada en esta estancia, la palabra más dicha, esbozada como una pelusa en el aire, la palabra que viene desde dentro del pecho, que se enrolla en el corazón, incomprensible, estúpida, inhóspita, excluyente, fija y certera. Aun así, con ello y todo, no dejaba de reírse, no permitía que el nubarrón de tristeza le ocultara ese rayo de luz que venía desde lo más adentro de su cuerpo, que explotaba en risas y en chispas en los ojos. Por lo menos yo lo sentí ahí, en ese momento. Luego el pedazo de taco, el agua de limón, la cucharada de crema, el pedacito de pastel. Y luego el cambio de pañales, la dignidad de ayudar a la persona que lo aseaba, todo con los ojos, sin perder ánimo, sin dejar que el hueso de su cuerpo hablase por él, sin entender la vida, pero sin dejar de intentar.

Efrén andaba en la cocina, puesto a ser presto como era que es, y pelaba papas, lavaba platos, ochenta vasos, setenta tenedores, múltiples cucharas, ollas inmensas y viejas, limpias y listas. Y allá traía de la alacena, ocho bolsas de sopa, veinte latas de chícharo; y se tomaba un trago con el cocinero, jefe de sí mismo en su trinchera de cuchillos y tablillas, delantales y gorros, fogones y llamaradas, aceites y mantecas, frijoladas y tortilleros, virotes duros y galletas saladas. Y el concierto se armaba, con ruidos de voces, encendidas de cerillos, espumarajos de hornillas, chorros de agua y glugugues de botellones, clanques de choques de sartenes y tínguilis de ollitas de peltre. Y el canto del cocinero que sazonaba desde el corazón las sales ricas de la cocción: “Mujer, si puedes tú hablar con dios, pregúntale si yo alguna vez, te he dejado de adorar. Y al mar, espejo de mi corazón, las veces que me ha visto llorar, la perfidia de tu amor. ”