Foto: Aline Corpus
Tomás Di Bella*
Efrén miró que ya casi llegaban a La Rumorosa, faltaba poquito. La sierra inmensa llena de piedras puestas ai por la voluntad de dios. Pensaba él. Curvas de carretera subiendo entre matorrales y poco a poco, pinillos que anunciaban como una corte de anfitriones antes de entrar a la majestuosidad de la cúspide, donde se ven de cerquita los grandes pinos cargados de viento antiguo, y de piñones como árboles de navidad. Sierra cabrona e inhóspita, dura como las piedras, de fríos que secan la cara y arrugan el temple. Sierra que fue conquistada por trabajadores recios, obreros del camino, mujeres de tortilla rápida y de alma candente. No es poca cosa fundar estos páramos rígidos, secos, que ponen a sufrir a cuanto colono llegue a fincar sus pretensiones. Sierra y pueblo fundado a fuerza de voluntad y exilio. Y sí, aquí parir chamacos que luego correrían bichis entre los fogonazos del sol y los latigazos del viento y la nieve.
-Ya pues, pinche Efrén, cuenta algo, que ya casi llegamos al pueblo.
-Óquela, voy pensando.
-Pos no le pienses mucho y dale. Puro tu pinche cotorreo se me hace.
Pos fue, pos imagínate, pérame…
-Uta, pareces una mezcla de Paco Ignacio y Cantinflas: fue, imagínate, pérame.
– Pos fue una vez que caminé a pata desde Guasave a Mochis y…
– ¡No me chingues!, ¿cómo que caminaste de Guasave a Mochis?
– ¿Uta madre!, quieres que lo cuente o qué. Si no, ai stubo. La neta, te crees escritor pero vales madre como lector, o como oidor.
-Ya pues, dale.
Mejor te cuento esto otro. Cuando yo tenía como 16 o 17 años entré a trabajar de ayudante de labores mecánicas en el taller de la Secretaría de Comunicaciones. Mi apá acababa de morirse de tanto camino cuando le reventó el corazón en plena carretera. En la casa quedaban mi abuela, mi amá, y mis dos hermanos menores. Así que le tuve que entrar a la chinga, dejando la escuela preparatoria, que ni me dolió porque de todos modos ni me gustaba ir. El caso es que cuando entré a trabajar, a disque aprender con toda la raza obrera todos los oficios en el taller, me quedé como ayudante de carrocero. Y no es que porque me gustara más que ser mecánico o aceitero o pintor, sino porque el compa de la carrocería me caía bien. Se la pasaba cantando canciones de Pedro Infante, con buena voz, cada que el capataz hacía sus rondas. Era un compa burlón, y por eso me agradaba. Y como a las dos semanas que ya trabajaba, una mañana nos avisaron a todos que había una reunión en la sala de juntas. Todos dejaron sus herramientas y empezaron a caminar hacia las oficinas. Yo me colé, y en el camino le pregunté a mi amigo el carrocero que de que se trataba. Él me dijo que muchos compas se quejaban de que el capataz era un hijo de la chingada, tramposo, mentiroso, que ponía a pelear a compañeros inventando chismes sólo para mantener el mando sin broncas y que iban ahí a decir qué pedo. Cuando entramos al salón, ya estaban sentados en el podio el delegado regional, el delegado local, el capataz, los ingenieros mecánicos, y la administradora y el pagador. Y ya que todos nos sentamos, tomó la palabra el delegado: Que me informan aquí los presentes, que ha habido muchas quejas acerca del comportamiento de los trabajadores dentro de las instalaciones de la nave industrial y queremos saber qué pasa. Silencio total. Nadie dijo que esto que lotro. Yo voltee a ver alrededor y nadie decía nada. El delegado volvió a preguntar que si alguien quería decir algo al respecto. Otro silencio. Entonces yo me desesperé y no sé porqué pero me levanté del asiento y antes de arrepentirme dije: pos que el capataz es un hijo de la chingada que no deja trabajar con sus intrigas y mentiras a los compañeros. Todos se quedaron como dicen atónitos, tanto los del podio como los compañeros; luego todos se rieron a carcajadas. Se levantó la sesión y salimos caminando lentamente, ya casi sería la hora de lonchar. De pronto me acerco al compa carrocero y le digo: ¿por qué nadie dijo nada? Él me sonríe y me dice: porque no somos pendejos. Que no ves que esas juntas son para saber quién se calienta y luego vigilarlo. Mira, a esas juntas uno va y no dice nada, nomás se mira con mirada de chinga tu madre pinche patrón pero nada más. La verdadera acción es cuando no están ellos. Y tan-tan.
-¿Y eso te quitó lo pendejo?
– No, pero me puso al tanto de cómo andarse con los patrones el resto de mi vida laboral, que ha sido mucha, pinche güey.
*Poeta, cronista, editor, traductor y carpintero (Ensenada, B.C., 1954). Ha sido columnista y su obra a parece en revistas y antologías nacionales y norteamericanas. Es autor de siete poemarios y tres libro de crónica.