Por Alejandro Espinoza
Fue a las 11:30 de la noche cuando pasé por un lote de carros y un indigente caminaba entre estos, con intención de comprar un modelo que se ajustara a sus necesidades.
Revisaba cuidadosamente sus interiores, el tablero, los asientos, el techo; pasaba sus dedos por las líneas precisas de las carrocerías, inspeccionaba las parrillas, guardafangos, el tamaño de los focos traseros. Hacía un gemidillo como de señor no convencido por las ofertas.
“Ni te creas que por mi pinta no puedo comprar uno de estos”, me dijo, sin voltear a verme, concentrado en lo suyo, “ahí como la ves, yo en un tiempo fui el dios de las computadoras”.
Aunque yo se lo atribuyo al calor descomunal, debo indicarles que el hombre no traía camisa. Su piel, rugosa, percudida, cubierta de mundo y de calle y de intemperie; sus pantalones dos o tres tallas más grandes amarrados con un cable, y su semblante, más cercano a la de un viejo comerciante encabronado que a la clase de atributos excéntricos con los que vemos a las personas sin hogar. Hablaba solo pero con cierta calidez y precisión, mientras susurraba las marcas de los carros y revisaba los años, los modelos, las transmisiones y los rasgos particulares.
De pronto, se detuvo en un Subaru Outback. “Este puede ser un buen prospecto”, me dijo, o se dijo a sí mismo. Abrió la cajuela del auto y se metió, acurrucándose en posición fetal. Hice lo propio, abrí la puerta trasera y me recosté en el asiento.
Ambos dormimos. Tuvimos sueños lúcidos sobre otros tiempos posibles. En un acto que podía entenderse como mágico –que no lo fue—comenzamos a intercambiar sueños. Pude estar en sus recuerdos y él en los míos. Nos reímos de nuestras respectivas fortunas y tragedias. De pronto se hicieron las seis de la mañana y salimos del carro. Yo proseguí mi camino sin camisa y él se fue a mi casa, a sentarse en una computadora y escribir lo que ustedes leen en estos momentos.