Ornitorrincos
Por Iliana Hernández
Canta diferentes notas de piano que imitan la caída de un hombre por las escaleras de Escher. Mi ruina me espera paciente cada mañana para que me la ponga como un suéter querido, me la bebo muy temprano con la dosis incorrecta de vitamina B. Mi bella ruina se acerca a olerme cuando regreso del mar; en las horas que me tiendo a darle la cara al sol.
Mi ruina dicta especímenes que no se parecen a las palabras, son pedazos de tile de una vieja tienda de Tijuana, ahí me veo con un abriguito azul marino de lana que me pica la espalda, pero es elegante. No puedo quitármelo porque el frío entume mis brazos. Mi padre revisa los precios de la talavera, todo es tan caro.
Él y yo trazamos arquitecturas de silencio sobre la calle Revolución, somos extraños como padre e hija, la ruina del deber hace que su suéter también le pique. Él, atado de manos y bolsillo a sus hijos, respira hondo, desea jugar billar y fumar un poco sin tener que pensar en que Calimax va a cerrar y no hay leche en casa.
Mi ruina tiene una cartografía que se antoja extender en el suelo, pisarla y rayonearla para crearle atajos, dibujar puertas a huertos en donde se maceran guayabas en la tierra y uno es su propio padre y es posible caminar en reversa para ir deteniendo en el tiempo frases y equívocos que se resbalaron de las manos y son espinas doliendo en el costado de la hija.
He agotado los recursos del sueño para salir del cuerpo en que habita mi ruina y su rutina. A veces, se insultan y agreden batiéndose en un espacio nublado, en el rayo desapercibido, en el esplendor de una tarde naranja donde furiosos perros ladran mientras lloro a gritos. La caída del hombre por las escaleras de Escher se repite, es infinita. Mi ruina baila.