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Consejerías. Patitas de puerco: festín de los abuelos

 

Foto: Rosa Espinoza

Por Antonio Valenzuela

Doña Cresencia Alba fue mi abuela materna. Ella murió hace ya, varias décadas.  El recuerdo de su vida aún está presente. Podría ser extenso hablarles de tantas cosas que solía hacer, sobre todo en el arte culinario, y que  hoy recordé uno de los festínes más populares y dichosos con el que nos deleitaba a toda la familia: las suculentas patitas de puerco en chile chipotle. 

Esta receta aún se conserva tradicionalmente en la familia. Mi madre, al igual que Gloria, mi esposa, siguen haciendo ese guiso tan exótico para algunos y de plano desconocido para otros. Por cierto que este manjar me llevó al destino literario, pero después hablamos de esto.

La abuela guisaba desde muy temprano. Ponía café y comenzaba a  palotear sobre el comal las tortillas de harina, mientras en un sartén de gran tamaño guisaba frijoles con manteca de puerco, para variar.  El aroma de la cocina comenzaba a viajar dentro de la casa como una nube incitadora. Los comensales aún dormíamos enredados en las cuiltas, mientras el sonido de sus manos mezcladas con manteca, harina y espauda, amorosamente aplaudían a otro nuevo día…

Recuerdo cuando ví por primera vez aquellos trozos de carne con pezuñas sobre la mesa vieja de madera. Lucían tiesas, pálidas y algunas con pelos sobre el cuero duro y seboso.  Trozos y más trozos  a la cortante distancia de un cuchillo y una navaja filosa. La abuela agarraba con sus manos las patas y las pelaba mientras en la estufa una olla con agua hirviendo burbujeaba para darles la bienvenida  al  cuesimiento –como dice mi compadre–.  Junto al estufón, sobre una mesita tembeleque, lucían como toros bravos unos cuantos chiles chipotles recién comprados en el mercado municipal. Recortadas en románticas julianas, un par de cebollas blancas reposaban bañadas con gotas de limón y vinagre, luciendo su textura con pecas de orégano y salpicones de pimienta.  Más allá, en el otro rincón de la cocina, la piedra molcajete, con un poco de aceite de olivo y un par de hojas de laurel, esperaban a los chiles para dar comienzo a la íntima elaboración en esta cama de piedra y brotar en múltiples orgasmos picantes que caerían en cascada sobre una olla de peltre que la abuela tenía especialmente para este guiso.

Allí, en esa olla azul de puntitos negros,  la abuela meneaba y meneaba la salsa  para luego dejar caer una por una, aquellas patitas y manitas de quien sabe qué puercos.

El festín había comenzado: el abuelo, con sus manos toscas, sostenía sobre su boca las patitas embarrándose la cara y los dedos. Todo mundo tenía su embarradero.  Las partían fuera o dentro de la boca. Era una escena y una melodía de chipiteos que se escuchaban hasta la vuelta del patio. Una y otra más, servía la abuela, y en medio de la mesa, un sartén con frijoles y una olla con arroz colorado con lajas de cebolla y tomate.

 Una y otra más, servía la abuela, al fin, que se acabe el puerco…