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Cuando llegar a Mexicali era una verdadera hazaña

 

Foto: Mexicali Forever/FB.

Por Yolanda Sánchez Ogaz

Doña Petra, Viuda de Rentería, fue esposa del dirigente del movimiento agrario Hipólito Rentería. Trabajó junto con sus hermanos en la construcción de la vía del tren Guadalajara-Nogales. En 1929, al terminarse el trabajo, decidieron venirse a Mexicali con el fin de pasar a Estados Unidos.

Le tocó presenciar la rebelión escobarista en Sonora y en cuanto terminó ese conflicto armado, emprendieron el viaje a Mexicali. Pasó a Estados Unidos y en 1935 regresó a Nayarit, su tierra, para traerse a su madre y otros hermanos a Mexicali. Tomó la decisión de quedarse en Mexicali, y al realizarse el reparto agrario vivió en el ejido Michoacán de Ocampo, lo hizo hasta el año 2000 y sus restos fueron esparcidos en Cerro Prieto como fue su voluntad.

En entrevista personal, relató las incidencias del viaje por el desierto y su desafortunada primera estancia en Mexicali:

De Santana nos venimos en una carcacha de carro, que no era diligencia ni era carro, ¡horrorosísimo! repleto de gente; venía reparando por una vereda, brinco y brinco porque el camino estaba escrepeado, pues el general Rodríguez ordenó escrepear el camino ése, para que no fuera entrar para acá el ejército escobarista, porque apenas habían pasado días del agarre en Ciudad Obregón.

El viaje era horrible; venían así amontonadas como diez gentes. Algunos mejor se venían en el techo. El carrito se atascaba en los arenales y ¡un calor!  Al agua le ponían gotas de gasolina para que la gente no tomara mucha: así apenas la probaba. Salimos de Santana un día en la mañana ¡Aquél desierto!  Sólo encontramos un ranchito donde vendían unos tacos carísimos: a peso el taco. De allí salimos a las doce del día. Caminamos ese día, toda la noche, otro día amaneciendo llegamos a San Luis.

San Luis era entonces unas cuantas casas; pero ya era un pueblo; había un sólo restaurante que también era cantina. Allí pagamos cincuenta centavos para que nos pasaran el río en una panga. El río era muy ancho, con mucha agua; pero la lancha nos trajo bien al lado de acá. Lo peor era un mosquero, una exageración, como un enjambre de abejas que se colgaba de las cachanillas. Las pobres cachanillas nomás se ladeaban de tanto mosco.

Cuando ya cruzábamos el río, todavía teníamos que esperar a que fuera un camioncillo rengo de aquí de Mexicali a levantar el pasaje que cruzaba el río.

De ese modo llegamos a Mexicali, en medio de un polvaderón que no nos dejaba ver nada. Vinimos aquí a Mexicali, pues a sufrir la pena negra. En el carro, de Santana acá hicimos amistad con una familia; era un señor y sus dos hijas. Acá venía con su suegra, y con ellos llegamos varios días.

Mexicali era entonces muy poca cosa. Todo polvoriento: había una sola calle pavimentada, la calle que se llamó Internacional (ahora Cristóbal Colón). Eran unos cachanillales. En el centro estaba la Chinesca, llena de cantinas.

Una elegantísima era El Tecolote. Allí no entraban pelangoches; era un tecolote iluminadísimo, que nomás se veía relumbrar. También estaba la Zorra Azul, la uno y la dos. No, ¡si estaba de la caramba la cosa! Ahora está muy diferente.

Estaba la Escuela Cuauhtémoc y enseguida el parque Chapultepec. Allí había tanta gente que llegaba con tanto sacrificio del sur, para pasarse a Estados Unidos. Esa pobre gente pasaba tanta hambre que comían puros dátiles de las palmas que había en el parque, y tomaban pura agua de la llave; no tenían más. Pero allí estaban con la esperanza de pasarse al otro lado, porque entonces era fácil; sólo costaba 8 pesos, pues el dólar valía dos pesos.

Cualquiera arreglaba migración: nomás el requisito era presentar unos cuantos centavos, seguro para que no llegara a mendingar cuando se cruzara para allá. Pero pues en ese tiempo fue cuando empezaron a echar gente para acá por la crisis, y peor se puso, porque pues aquí tampoco había mucho trabajo, donde casi todos los negocios eran de chinos, y allí nomas trabajaban ellos, y lo mismo pasaba en el campo: casi puros chinos y japoneses trabajaban.

Es que Mexicali era muy chiquito entonces; ni cuando se parecía al de ahora. Ya había la compañía de luz, pero muy poca gente tenía luz eléctrica, y ni pensar en que hubiera abanicos: toda la gente dormía afuera por el calor; se miraban los tenderetes de cobijas y los mosquiteros; porque eso si no se podía dormir sin el mosquitero.

Yo casi no salía. Pero entonces ya estaban algunos edificios que todavía existen. Había un mercado municipal, allí mismo donde está ahora, sólo que aquel viejo se quemó y luego hicieron éste. Por allí también estaba ya una escuela grande, creo que se llamaba Leona Vicario.

Enfrente un edificio enorme: se me hacía era el Palacio Municipal, y enseguidita un cuartel de bomberos. Ya todo eso había casas y eran las mejorcitas; porque allá para el lado de Pueblo Nuevo todo estaba muy feo.

Yo como me quedé muy poco tiempo no conocí muy bien, y la verdad es que ya cuando nos cruzamos a Estados Unidos yo nunca creí que iba a regresar a Mexicali, y menos a quedarme a vivir aquí, donde no me fue muy bien la primera vez que estuve, porque hasta hambre pasé.  Pero quien iba a decir, ya me he pasado toda mi vida aquí y aquí me voy a quedar.

Entrevista personal. Yolanda Sánchez Ogás.

*Es profesora normalista e investigadora de la historia bajacaliforniana. Autora del varios libros de texto: historia regional (1988), Bajo el sol de Mexicali, El movimiento agrario del valle de Mexicali (1987), De tierras muy lejanas (1988, en coatoría con Gabriel Trujillo Muñoz). Designada cronista de Valle de Mexicali y entre sus últimos libros esta “Historia de los chinos en el Valle y ciudad de Mexicali”.