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Por Tomás Di Bella
Son eficientes jóvenas y jóvenes, con chalecos y armados con pistolas que traen balas que pueden matar, manejando patrullas de llantas chirriantes y códigos de luces en la cabeza. Tienen el poder de detenerte. He ahí tu ciudadanidad frente al poder mínimamente ofrecido para proteger. Je, dice la oficiala que se acerca a tu carro como en película de jaliguud, las personas en el vehículo ¿se dedican a algo? Uno pensaría que esa policía mujer fuese jueza en la corte. Y sí, yo ejerzo el oficio de anciano, y aquí, mijo, yo le ayudo a su rumbo. ¡Ah caramba! Dice la oficiala, mientras le avienta miradas cómplices a su pareja, locas ellas, las leyes, a eso me refiero. El código. Mal dicho el eufemismo de luces que chingan el ojo, da vueltas mientras da vueltas y la mirada del detenido ve a su abuela. No le sirve de nada esa su visión de detenido, de ansia de ser libre, y la abuela, ai, nomás riendo. Las calles del centro de la ciudad siguen haciendo su rutina: oficios chuecos, licencias rotas, promesas a medias, barridas de calle, taquitos de poca, y transas sanas, de gente igual. Camina la gente, y sí, trae carros sin placas de la reina, y ésta exige pago de diezmo por tantas y tantas circularidades tan displicentes, que, entiendo, van a trabajar, pero vengan a pagar. Trabajar, je, y pagar, el progreso del sumiso. Por ello, ya andando en monte, no he visto protocolo más contrario y contrariado. Quizás esto sea una cualidad para la ductilidad de la mor(d)eninad, en la región en versión de una temporada. Hasta que se vayan a sus ranchos a montar sus cuentas bancarias, huele a desastre. Falta poco. Ya sé que nadie me cree. Pero si las estructuras financieras no se sustentan, porque el ojo ve, y lee, todo se irá sin protocolo. Pero aún hay tiempo -cosa inexistente en los tiempos de cambio de decisiones de hacer negocios bajo el manto del santo-, para repartir y dispersar. Más, si ello se sigue haciendo, es decir, negocios y negocios, va a que haber un debe y haber, transparente, limpio y sin trucos.
Los protocolos de la calle en sus blancas luminosidades, a veces son inocentes al aplicar; no saben que no hay cámaras vigilantes y que la gente les detecta. No es una grabación, es la memoria. Cuando esto sucede, ellos, renuncian a su entrenamiento, y transforman todo, por ello se convierten religiosamente en protolocos, que es la versión al revés de lo mismo. Por eso los protolocos obtienen, como premio a su displicencia, ambos uniformes identificables para protagonismos explicables. Estamos hablando de gente armada en un teatro real. Aplausos.
*Poeta, cronista, editor, traductor y carpintero (Ensenada, B.C., 1954). Ha sido columnista y su obra a parece en revistas y antologías nacionales y norteamericanas. Es autor de siete poemarios y tres libro de crónica.