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De en seres. Nido

 

Por Rosa Espinoza

Durante los ventarrones de febrero y marzo el eucalipto en el jardín de mi padre, el más alto de la colonia, se doblaba produciendo terror entre los vecinos. Se tenía que cortar. Una comitiva de hombres con arneses se elevó cerca de diez metros y podó la despeinada fronda. Poco a poco, los trozos grandes eran retirados con cuidado con el uso de sogas; las ramas pequeñas volaban por los aires, caían estrepitosas. El rompecabezas de árbol reposó unos días en el patio sobre el césped. Una guardia de naranjos y piochas lo acompañaban, daban la impresión de velar el cuerpo desmembrado de aquel gigante. Pudimos recobrar nuestro espacio de columpios y pasteles de lodo cuando las motosierras desalojaron el predio. En ese cementerio de ramas lo miré. Era un nido. No los conocía de cerca. Canciones e historias me hablaron de ellos, eran la casa de aves, recinto para los recién venidos, colchoneta de huevecillos, un hogar. Lo tomé con ambas manos pensando en que se desarmaría. Me sorprendió su factura. Impecable, sólida. Era un remolino de ramas. Un vórtice de filamentos de toda índole: trozos de hojas finamente rasgadas, estambres, envolturas de celofán entretejidas, un enjambre de hilos plateados delicadamente mallados para esa cuna que fue testigo de ires y venires, centinela de aves que posaron sus plumas para dar vida, holgar y remontar el vuelo desde las alturas con el acorde de su canto y sus silbidos. Los nidos son preludio de vuelo.