Por Tomás Di Bella/Infosavia
Me encontré un libro llamado El lenguaje de las orquídeas de Adriana González Mateo (Ciudad de México, 1961) y en su cuarta de forros se resume la trama de la novela, y en breve, el lectora se da cuenta que es una historia de seducción a una niña de trece años por parte de su tío, casado, con hijos, diplomático.
Relación incestuosa que, además ella goza y padece al mismo tiempo. Planteado así, es una buena manera de vender un libro, y vale, pero quien espere encontrar aquí detalles meticulosos con pelos, posiciones y señales de sexo explícito se equivoca, y además es lo que menos interesa.
Lo que realmente interesa aquí no es precisamente si se describe el acto incestuoso o si toda la historia termina en el coito, porque a mi ver ese es el pretexto, el motor de arranque para decir, mencionar, denunciar, que la práctica existe por encima y debajo de las prohibiciones morales y sociales.
En este caso el incesto es tan tema tabú como el homosexualismo o el aborto –hasta las rebeliones indígenas y la protestas sociales–y aunque se organicen las fuerzas oscuras en megamarchas yunkosas en contra de lo que cada vez es más evidente e inocultable, la verdad dura es que cada vez mueren miles de mujeres en la clandestinidad por desangramiento, también cada vez viven con dignidad homosexuales y salen del claustro en que los tenían encerrados sin libertad para expresar su naturaleza.
Igual que lo anterior es el incesto encubierto con el velo de la decencia familiar, la moral restrictiva y la mentira mediática. Porque el incesto se adhiere también de connotaciones sociales y racistas, y sólo los rotos, los desheredados, los pobres, los inadaptados, los enemigos de la iglesia y otros sátrapas son estigmatizados como practicantes.
La verdad es que el incesto vive desde hace mucho tiempo en el seno de la familia mexicana.
Pero me atropello. En este libro el incesto es tratado también como una forma de rebelión. ¿Cómo?, exclamaremos algunos despistados. Es una forma de rebeldía –y esto sé que es controversial– a las instituciones arropadas en la decencia de la clase media, esa decencia que deja de lado las opiniones y deseos de las niñas, que apresura y conforma el irremediable destino de ser niña-objeto, mujer-adorno, esposa-sirvienta, como carne de sexo y que ahogan la libertad, el desarrollo del ser –el más oprimido de todos– el de la niña, la mujer, la madre, la abuela.
Ese acto de protesta, aun a costa de sí misma, infringiéndose dolor y angustia, la autora nos dice que parecería suficiente como para “derribar las iglesias, los palacios de gobierno, las constituciones”. O también que el incesto es una sombra que cobija a sus agraciados con esa certeza: “nadie como yo”. Es decir, la certeza de no ser normal, de estar fuera de las casillas de la sociedad, de tener una vida ajena a los moldes preestablecidos y de los roles admitidos como norma, como mandamiento, pecaminosa.
Aun bajo circunstancias adversas, bajo el yugo de la humillación, sufriendo el desdoblaje de la inocencia, desenvolviéndose bajo la ironía y la perversión adulta, una niña aguanta todo eso con el objetivo preciso de la rebelión. Es decir, enclaustrado en una atmosfera asfixiante y terrible, el atrapado bajo los designios ajenos del poder absolutista, sabe esperar y sufrir –esa es una fortaleza- tan sólo para llegar a ese momento de redención, de venganza, de fuga ante la estupefacción de los carceleros, que se quedan con la boca abierta de espanto y las llaves inútiles de las rejas en las manos. Aunque pronto se recuperan, ya tendrán a otros a quien apresar, a quien torturar.
Mas ahora me tropiezo. Veamos otra vez. Si atendemos a la evidencia de que todo discurso tiene varias lecturas, obtiene varios desdoblamientos y esconde bajo revelación muy otros juicios e ideas, muy otras historias detrás de lo evidente. El lenguaje de las orquídeas no sólo es lo anterior, sino otra cosa.
Es también, según mi parecer y al igual que unpalimpsesto, un excelso retrato psicológico de quien se debate entre discusiones y desgarramientos internos, de quien monologa intensamente acerca de su vida considerada como sujeto insignificante, como símbolo sexual, como objeto de placer. Es el discurso de quien intenta desamarrar la madeja deshebrada de emociones y sentimientos recién aprendidos, de quien perdiendo la inocencia como quien pierde su juguete favorito o de quien pierde su virginidad como si eso no tuviese importancia o fuese un estorbo que no le permite seguir caminando.
Es el retrato de quien sufre bajo el ninguneo del precepto que dice que ¨él silencio es el portal de la belleza¨, de quien se da cuenta que la inocencia es arrebatada como una tierra baldía que es reclamada por el mas impetuoso, el más atrevido, el mayor inescrupuloso.
Es el bosquejo de quien duda entre ceder ante la seducción avasalladora del poder y lo experimentado, o rebelarse dándole un puntapié al ropaje de la decencia, la seriedad y la respetabilidad envuelta en billetes e hipocresía.
Pero aún más, también es un entresijo replegado más allá del discurso, descubrimos que es la descripción, la investigación y el rastreo por saber y confesar luego de dónde viene esta actitud, esta manera de ser en el mundo, en esta vida sin fotogenia.
El fantasma elusivo de la abuela, en su juventud abandonada, embarazada, viviendo sola en la miseria y mendicidad, sufriendo el desaliño de la estancia y la bravura de la independencia. La abuela de todos que cuenta historias terribles y que nos complace con su fortaleza. La complicidad por el amor a la literatura, las lecturas clandestinas, entre la ensoñación y resignación.
Y después la madre, dedicada a la obligación de la limpieza, de los horarios del orden y la rectitud, dueña de los designios de su casa, esclava de su manifiesto destino. La madre indiferente ante lo que no fuesen las apariencias cómodas, la complicidad secreta de que las hijas no importan y son desechables, sustituibles, cumpliendo una vida de veleidades y eufemismos.
Una historia de sacrificios y ocultamientos, de revelaciones y redenciones, eso es esta novela, o a mí me lo parece así. Por eso Adriana González nos dice, en la página 84, nomás para citar como lo hacen los académicos, que: “Nos gustan esos efectos dramáticos.
Quizás esas palabras son exageradas y sólo invocamos divorcios y suicidios para protegernos con ese tejido basto en los momentos filosos. Cada uno de nosotros ha dicho cosas así para mantener a raya la necesidad de improvisar un día más y hoy también alguna respuesta viable.
Más allá de las soluciones radicales (¿alguno de nosotros se ofreció para ser crucificado en Iztapalapa?) estamos obligados a saber lo que sucedió y a seguir reconociéndose en las personas que somos, quienes preparan arroz y leen el periódico. Quiero decir: necesitamos funcionar por el resto de nuestras vidas, y sólo podemos imaginar que lo haremos como si nada hubiese pasado”.
Como si nada hubiese pasado, aunque todo haya pasado. Como en un accidente del que salimos apenas deslizándonos de la frialdad de la muerte –y esta idea es de Adriana– nos queda marcas de disfuncionalidad, llagas que de vez en vez emergen, para recordarnos la mortalidad de la que somos víctimas, la fragilidad que ostentamos a cada paso, la debilidad de una herida que hace su presencia inesperadamente, de pronto, con un dolor de espalda, con un cojeo en el caminar cotidiano, como una migraña que se aparece como el fantasma del insomnio y el desvelo. Así las llagas del alma, las cortadas del espíritu, los raspones de la ilusión, los chingadazos en el rostro de la ingenuidad.
Nada ha pasado y hay que seguir en la brega: esa es la enseñanza, de ahí surge la creatividad, ese es el reinicio. Y ese reinicio en la novela es la denuncia y el desamarre de toda duda y de todo nudo existencial. La denuncia en voz alta y frente en todos los rostros. Esa es la valentía en una guerra de falsedades y mentiras, la denuncia a todas luces. Si antes hubo una obligada complicidad en las caricias, en los felatios, en el ocultamiento, en la complicidad detrás de las puertas, en las penumbras dominicales, en la atmósfera de bostezo en las habitaciones solitarias, y después hubo un placer mezclado con perversión, un apercibimiento de que se podría decir no, aunque siempre se tomase como sí, la consecución lógica es el develamiento de la perversión.
He crecido, dice la protagonista. Respiré como si no lo hubiera hecho en mucho tiempo; de pronto el aire me pareció más fresco, casi sabroso. Descubrí la sensación de esa corriente circulando en mi cuerpo, llegando a lugares hasta entonces cancelados por el silencio. Esa amplitud del espacio me permite, lisa y llanamente, decir no.
Me ha cambiado la voz.
Pero me volví a caer. Para finalizar y no prolongarme, diré El lenguaje de las orquídeas es una novela de varios relatos entremezclados y que se compensan. Incluso es un poemario de fragmentos límpidos y de belleza irrepetible, de metáforas que realmente pertenecen a un poemario pero que felizmente, encajan en la narración.
Si la poesía no puede ver la prosa ni en una pintura, dijo algún teatrero, en este caso la prosa se arma de bosquejos poéticos sin parangón. Y no exagero; pondré dos ejemplos que me saltan:
… la floración de las jacarandas está terminando. En vez de la suntuosa alfombra violeta que en las versiones católicas recuerdo el duelo y la culpa, encuentro el frenético estallido de las frondas acariciando los vientos con el verde de sus mil hojas diminutas y temblorosas. En las versiones menos rebuscadas de mi infancia, las que me contó mi abuela, las flores de las jacarandas eran un grito de euforia para recibir la primavera. Eran árboles que dejaban atrás el frío y estaban ansiosas de gozar; se ataviaban con esa gasa temblorosa para tocar el aire lleno de pólenes y de perfumes.
O también:
Demasiado rígida, más adelante o más atrás de mis verdaderos alcances, encogida dentro de un cuerpo que no acaba de erguirse, asustado por el que puede revelar, intoxicado por la obligación de almacenar escenas petrificadas.
Me levanto ahora de tanto tropiezo. Dicen que las niñas no tienen importancia, lo saben todas las familias decentes, pero yo declaro que es al revés: lo más importante son las niñas. Esa es la enseñanza que yo rescato en este libro. No como objetos a adorar en un nicho, o como frágiles flores de invernadero, sino como compañeras –primero como hijas, luego como mujeres- de una incesante lucha por definir la existencia. También se dice que los hombres no entendemos nada o casi poco, que de nada sirve, pero sin la sensibilidad a flor de piel de ellas, estaríamos viviendo en la incertidumbre de una brutalidad pasmosa, de una barbarie en la oscuridad y la ceguera de un poder sin reflejo ni destino.