Por Rosa Espinoza/Infosavia
Aún en su ausencia, la luz está. Olvidarla es imposible, dejarla a un lado es una faena de insensatos. La claridad es el volumen, el color de las cosas, su peso, la distancia. Los rayos de sol sobre el pelambre del gato dorado son un festín, sus destellos azoran la mirada. Así como ese astro nos sorprende saliendo del crepúsculo, el trayecto de una lámpara que reposa sobre la mesa acaricia con suavidad el cenicero, el juego de llaves que destella y la libreta que descansa de su faena de recibir la escritura. La luz, siempre la luz. Redondo, filoso, plano o voluminoso, la luminisencia descubre ante nuestros ojos los secretos, las añoranzas o las desventuras de las cosas, de nuestra alma y son esencia espiritual. Aunque se piense que su oponente sea la oscuridad, la penumbra, el brillo siempre será el trayecto que nos guíe a nuestro centro. Habitamos toda la claridad que nuestra noche es capaz de esconder y nos desprendemos de ella para dar paso a la sombra que anida en nuestro corazón.