Por: Rosa Espinoza
Me gustaba mirar mi reflejo en la punta de mis zapatos de charol. Mis cachetes alargados y la frente fruncida. Mi boca grande sonriendo con todos los dientes. Me producía placer el sonido de los tacones sobre el piso, un ruido corto que con el tiempo se ahuecaba junto a las suelas raspadas en los costados por la pisada maltrecha. No había cambio de pares hasta que el pie reclamaba su vigencia con ampollas y los raspones daban cuenta de un desgaste definitivo, además de que mi cara no vestía sus reflejos y los rayones relataban sus batallas. Si lo pensamos bien, los zapatos cubren los pies en un abrazo, a veces sucinto, a veces grandilocuente. Son testigo de algo más allá que las andanzas. Reciben el ritmo de nuestro paso cansado, danzante, impetuoso, holgado, trémulo, pertinaz o dubitativo. Sin ser autónomos, los zapatos cargan el peso del cuerpo y sopesan la densidad de nuestra alma. Presos, sudan con nosotros y encuentran su libertad cuando se desprenden de la cárcel de los pies. A veces claudican de cargarnos y, con severas heridas, desploman su singular arquitectura al fondo del ropero. Son olvidados hasta que una limpia compulsiva los expulsa de ese claustro. Cuando tienen suerte, visten otros pies y gozan de otras andanzas.