Por Iliana Hernández/Infosavia
Cómo llegaste a esta esquina del mundo, no hay respuesta que encaje. Te fuiste despojando de azules, de chalecos estelares, de la manta infantil que te hacía sonrojar, soltaste los zapatos raídos, la camiseta transparente que te mostraba sin telarañas.
Cómo llegaste a este rostro que te esconde del que imaginaste ser, ni tus manos pertenecen a ese mago que fuiste de niño, eres astronauta marchito que ve incansablemente una luna a miles de pasos-distancia del deseo.
Te recuestas sobre la aridez sin sacudirte el polvo lunar del rostro. Amas demasiado. Esperas, convocando astros extintos, la señal tras la nebulosa que no llega.
Ya no cuentas los días en que no amaneces.
Tienes poca tolerancia a los discursos vacíos que los vecinos arman por la tarde. Si hay alguien que domine el arte de flotar entre la insensatez, ese eres tú. No te alimentan las insistentes filosofías de la redención. Has decidido creer en cuanto dios muestre amor por las bestias de carga, por los perros que siempre le estorban al que no sabe juntar leña seca. Lloras al recordar los sábados en que tus padres te llevaban al circo, el olor del excremento y los ojos negros de las jirafas te señalaban con su tristeza.
Has crecido para añorar cuerpos celestes, exoplanetas de la desilusión.
Eres el primer hombre que se ha enamorado en este planeta, el único que se ha quedado desolado viendo partir el amor fuera de los confines de esta tierra.
Tienes derecho a proclamar tu abandono, a caminar entre cráteres y sentarte al lado de tu bandera del exilio, imaginando un cometa ardoroso o una lluvia de estrellas que te sepulte en un sueño relativo sin tiempo ni espacio, un punto en la oscuridad que se pierde sin haberse encontrado.
No cuentes las horas negras, has llegado.